8 de noviembre de 2014

Capítulo 21: Es la cerca.


Día 30: Mediodía 


-     Están afuera.
-          Se acabó esta verga.
-          ¿Ya no tenemos mangos?
-          … No.
-          Coño.

    A veces extrañaban el ruido. No solo el estruendo fastidioso de la ciudad, en donde hasta el calor parecía gritar. Extrañaban el ruido de la gente, o no gente, arrastrándose, golpeándose contra las paredes, contra las puertas. Extrañaban el hambre de la lemna queriendo entrar a devorar todo lo que hubiera: Al menos así sabía de donde vienen, en donde están, a donde no correr.

30 días han pasado.

-        Marico. ¿30 días?
-        Sí, loco. 30. 30 no más.
-        ¿Y vos los estabas contando?
-        Verga…

    30 días, en los que las calles se habían ido silenciando hasta llegar al punto en donde estaban hoy. Este terror desconocido para un maracucho, el silencio, se había comido las calles. Por otro lado, uno más amable, hacía al menos una semana que no se encontraban con un lemnoso. Claro, que hacía ya una semana que no salían a buscar qué comer. Lo último que consiguieron, les duró hasta hoy, pero cuando son 3 bocas que alimentar, la ansiedad, y la pobre cultura preventiva devoraban cualquier reserva.

-          ¿En serio no quedan Mangos, gordo?
-          No, beba. No queda nada.

     Los más jóvenes han sido los que más han sobrevivido. Al menos eso creen, quieren creer. Con eso  se justifican. Con algo se tienen que justificar a sí mismos.
Las noches pasan largas, los sueños cortos, los días parecen trancarse, arrancar, trancarse. Todo pasa con una torpeza larga y callada.

-          Marico ¿Te acordáis de Youtube?  
-          Chamo, te voy a agradecer, no me habléis de esa verga.
-          Es que extraño el inter…
-          ¡Loco! ¡De pana…!

    Y nada pasa. Realmente. El silencio gobierna las calles. Días sin saber de nadie, días sin saber del resto de su familia, amigos. Días sin saber de Maracaibo. Al otro lado de la puerta, un cementerio tan largo como las calles de su urbanización cerrada. Ellos fueron los únicos que sobrevivieron. A pesar de todas las precauciones que tomaron los de la urbanización, que tuvieron ventaja de previo conocimiento por vivir en el norte de la ciudad cuando la infección comenzó en el sur, nada sirvió cuando la ola de lemna chocó contra los portones – qué mariquera esos portones, loco. No pueden parar una camioneta que vaya full. ¿De qué nos cuidaban esos marditos? – y devoraron casa por casa. Sólo su casa se salvó. La casa, no sus habitantes. Uno a uno fue convirtiéndose por alguna razón o por otra en lemna, y él, aprieta el puño, hizo lo que pudo. Lo que videojuegos y películas tanto le enseñaron. Sólo él, su hermano y su prima. Al final, sólo él. Y ahora, el hambre.

-          ¿Y el cereal que conseguimos?
-          Te lo comiste.
-          ¿Y las barras?
-          Te las comiste.
-          ¿Todas?
-          Sí.

    Acomoda una bandana en su muñeca. Se rasca la barba. Se levanta del sofá. Va a la puerta. Chequea por el ojo mágico. Sí, en efecto.

-          ¿Están ahí, verdad?
-          Sí.
-          ¿Saben que estamos aquí?
-          No creo.

     El primer lemnoso que han visto en días camina con torpeza por la calle. Era una anciana. Está encorvada, parece artrítica. No debería ser mucho problema. Si tan solo fuera como los primeros días, un golpe en la cabeza con Ryoko y listo. Si tan solo fuera como los primeros días. Pero ahora hay que cuidarse de las chispas de pus, de lemna, de no respirar cerca, y de los mosquitos. Los malditos mosquitos.

- Los marditos zancudos de mierda – dice, mientras toma a Ryoko y la desenvaina para hacerla menos pesada, embolsa una linterna, fósforos, un par de cambios de ropa, y las 3 últimas latas de repelente de mosquitos. Va al baño, y mientras se despide del retrete alcanza ver una toalla. Sonríe. La toma, y también la embolsa. Baja las escaleras, mira a su prima y a su hermano. -Nos fuimos.

Ellos ya estaban listos. Ya sabían que era quedarse y morir de hambre, o tomar la oportunidad.

-          Es solo una vieja.
-          Ja… sí. Una vieja. – dice él.

En la mesa, con las llaves de la casa, su ipod. Estaba apagado para guardar al menos una canción para esta ocasión. Una. Se pone su gorra favorita, audífonos, enciende su ipod, la melodía suave por unos minutos – se acomoda la bandana – revienta en Kurenai.

-          I will do this.

Abre la puerta, la primera luz en días ilumina los kanji en su gorra. 

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