31 de julio de 2011

Capítulo 12: Así era Maracaibo

Los budistas, recordaba Andrea, hablan de una paz en el vacío. Una cosa así como que el vacío de emociones, de pensamientos y de apegos lleva a ese lugar que llaman nirvana, y que está a la vuelta de la esquina pero que nadie sabe cuál esquina exactamente, y que no se pega escopetazos en la cabeza ni canta del olor al sudor del espíritu adolescente; porque no piensa, porque no siente, porque paz, pues.

Qué mollejero de mierda hablan los budistas: allí estaba ella, sentada en el horno en el que estaba convertido el asiento trasero del carro de su tío, sin pensar nada, sin sentir nada, sin desear nada, ni siquiera que el carro finalmente arrancara y los sacara de ese centro desolado en el que estaba convertida la Plaza Bolivar y pudiera sacarse todo el sudor, todas las lágrimas, el dolor, la peste de recuerdos; definitivamente sin paz.

- ¿Y si le da un golpecito al arranque? - Pregunta Roberto desde el asiento del conductor.
- No, no creo. Verga... - Hermócrates se seca el sudor. El calor lo abrazaba y lo abrasaba con cariño y furia, acentuando la molestia de que el carro no prendiera. - Y le arreglé el radiador a esta remierda la semana pasada. ¡No joda! - Patea el parachoque.
- ¿Y qué tiene que ver el radiador con que el carro no prenda? - Pregunta Roberto, intentando de nuevo, el arranque se queja, se ahoga, no enciende.
- Se recalienta una minguita y la golilla del coño esta se jode, chamín. 

Roberto no está convencido de lo certero de la explicación de Hermócrates, ni del significado de la palabra "golilla", sin embargo resuelve por no preguntar más. No había peligro urgente. Habían salido del Hospital Central tal cual como entraron: Roberto entró y salió igual, Hermócrates ciertamente parecía haber salido igual, Andrea, bueno, ella no tanto. Andrea era la única que había salido con una certeza absoluta de lo que estaba sucediendo hasta el momento, y tal certeza la tenía sentada, sin reacción, en la parte trasera de un carro parado en la Plaza Bolívar, dirección a la Basílica, en un centro desolado y azotado por un sol que a pesar de estar muriendo no disminuye su aporte. No habría sido así días anteriores, el centro: la bulla y el caos armónicamente articularían el corazón de una de dos dimensiones de una sola ciudad: La Maracaibo que ruge, de barba y sombrero, la Maracaibo sabia y antigua, aparentemente desordenada y rabiosa, el infierno de polvo y calor que describieron los autores alemanes, la infortunada colisión de modernidad estancada con picadas de contemporaneidad, que no termina de aceptar ni rechazar, y se la rasca que te rasca; mientras fantasmas del pasado y presente comparten el desayuno.

- Señor Hermócrates - se escucha la voz desde dentro del carro, - señor Hermócrates, métase en el carro.
- ¿Con ese calor? No mijo, seré yo güevón, salgan ustedes, más bien, que se van a asopar ahí.
- Señor Hermócratres, ya, métase, que viene uno.
- ¿Un qué?

Hermócrates no pudo evitar sentirse imbécil al preguntarlo, voltear, y ver a un cuerpo anciano, demacrado, con la piel tostada por quizá días del inclemente sol del centro, puntos blancos resaltados por el contraste poblando su barba y cuello, ropa tan notoriamente sudada que la sola imagen enviaba una señal de olor, y caminar arrastrado y flojo. Hermócrates en dos movimientos está ahora dentro del carro. El viejo se acerca, se rasca la joven barba, y se para frente al carro. Los que están dentro no dicen nada, el viejo apenas entorna los ojos. Así pasan segundos, 15, 30, hasta que el viejo, con un movimiento violento, pone ambas manos en la capota, sonríe mostrando una dentadura terrible y suelta un chillido feliz.

- ¡Ajaaaa! ¡Muchachitos vivos! ¡Ve chico! - Aplaude, sonríe, celebra. - ¡El coño e su madre que los trajo! ¿Cómo llegaron? No, eso no importa, chico. No. Y los modales - se seca el sudor, se limpia la mano en el sucio trapo que tiene por camisa y lo extiende hacia el parabrisas, - Don Justo González Semprum, un placer.

La sonrisa de Don Justo ilumina el momento incómodo de silencio dentro del carro. Nadie habla, nadie opina, y sobre todas las cosas, nadie puede creer que el viejo les esté hablando, y por lo tanto, nadie devuelve el saludo.

- Dos opciones, a este viejo: o le tostó la cabeza el sol, o está medio infectado - opina, finalmente, Roberto.
- Mardito viejo, chico - agrega Hermócrates, subiendo el vidrio.
- ¡No, no, no, no! No chico, no. Ve que yo soy uno de los que no son. Veme, aquí ve - se abre la camisa, descubriendo un pecho de reflejos blancos, pelos canosos y sudados - limpiecito como un sol - sonríe, transpira asustado, - ¡Limpio, chico! Vai salgan. Salgan, chico.

Nadie sale. Nadie se mueve.

- Qué molleja - se rasca la barba, se seca más sudor, silencio. Se sienta en la capota del carro, - qué molleja, chico. Por eso estamos como estamos. La verga esta se la llevó quien la trajo.
- ¿Qué vaina está diciendo, pues? - Pregunta Hermócrates.
- No sé. Parece que ya nada.
- Abran el vidrio. Si vemos que quiere entrar lo cerramos. Digo, para que al menos escuchemos. No podemos hacer más. - Finalmente se escucha la voz de Andrea. Roberto abre el vidrio.
- ¡No joda! - Comienza, de nuevo, el viejo, aún sentado en la capota del carro. - Cepillao, verga. ¡Cepillao! De colita, uno de colita. Verga, así sea uno de limón. Algo pa chupar. Los labios los tengo curtíos, ya. Mirame la lengua, rajá.  Y venís vos a cerrame el vidrio, chico, no. Qué molleja chico. Qué de valor. Qué de cojones. Vergación. Y los vergos estos, por ahí, escondíos. Lemnuos de mierda. ¡Lemnuos de mierda! ¡Me escuchan! ¡Marditos todos! - Golpea con fuerza la capota - ¡Marditos remardecidos dos veces, no joda!¡Me cago en ustedes! - Solloza, lo notan por su los espasmos en su espalda, por su quebrada voz. Continua. - No era así, chico. Llegaba, antes, la gente. Y esta vaina despertaba desde allá, desde el lago, bendecido por la luz de nuestra señora la Chinita, que llegó en la tablita, al mismo puerto, que amanece siempre, chico. Siempre está amaneciendo en Maracaibo, siempre estaba amaneciendo, se sentaban todos los vendedores, los pregoneros. ¿Sabías, José, que yo fui pregonero? Ay sí, mijo, te lo había contado, pero es que a esta edad a uno se le olvida todo, mijo. Pero fui pregonero, como esos pregoneros del medio día. Tenías que tener un gañote, mirá, pa gritar. Verga, si hasta hace poco podías oír de a gritos a los vendedores del centro. Cualquier corotico que quisieras, mijo, podías encontrar entre las voces, en pleno día. El ajetreo, mijo, con el que subsistíamos. Subsistíamos, mijo, pa llegar a la noche. No importa, mijo, si tu noche o mi noche. La tuya de luces, la mía de furros, ambas, mijo, vergatarias, de calles iluminadas con vida. ¡Vida, mijo! Estábamos vivos, Chinita santa, Chinita bella. Estábamos vivos, y de brutos, vergación, burros: no lo sabíamos.
- ¿Andrea?

El sonido de un carro, se acerca. Andrea voltea. Es Virgina, y dos hombres, en un carro que se acerca hacia ellos. A este punto de sus pesares no tenía ganas de preguntar, se aferraba al único alivio que había sentido desde ya no recuerda cuándo: siente que fue hace tanto.

- Un ángel, esta muchacha, ¡Dios! - Exclama Hermócrates, bajándose del carro, ya sin pensar en el viejo Justo.

El carro para, Virginia se baja, y saca a Andrea del carro para abrazarla, quien rompe a llorar de nuevo. Virginia entiende, y hasta Maara, al ver la escena, se acerca y la soba toscamente en la pierna. Desde el carro, sin embargo, una voz nerviosa rompe el encuadre.

- ¡Bueno, móntense pues! - Implora Estiven.
- ¿Pero por qué el apuro pues? No hay infectados por aquí  - dice Roberto.
- No Robertico, hay que movernos. En el camino les explico.

Se acomodan, como pueden en el carro, y justo cuando se va a montar, el último, Roberto, nota al viejo Justo parado a un lado del carro que están abandonando.

- Don Justo - lo llama Roberto - ... ¿Quiere que lo dejemos...? No sé. ¿Le damos la cola?

Don Justo sonríe, y mira hacia la casa de la capitulación, al otro lado de la plaza. Sonríe.

- No, mijo. Puedo llegar caminando.
- ¿Seguro, señor? - Virginia no está segura.
- Sí mija, Dios te guarde.

Se terminan de acomodar en el carro, y Don Justo camina entonces hacia la casa de la capitulación, o casa Morales, envuelta en sombras. El carro arranca.

- ¡Para! - Exclama Virginia - Los infectados, ¿No se acuerdan? Prefieren las alturas... y las sombras.
- Ni por el culo paramos, doctora. Nos tenemos que ir, y es ya.

Y se van, dejando en el fondo a un viejo caminando con los brazos a su espalda. Sonríe tranquilo, y habla solo.

- Ya te alcanzo, José. Mijo, ya te alcanzo. - Regala una última mirada al carro que se aleja, y canta - a ese Maracaibo, señor turista, lo recordará, igual que yo. 



18 de julio de 2011

Capítulo 11: Resucitó de entre los muertos III

Día 3: Día

Un buen recuerdo de Karina, como cuando se conocieron de chiquitas, carajitas, doce o trece años, la una frente a la otra sin saber qué decirse, porque sus padres las habían presentado para que jugaran, por eso de que la edad igual y esas cosas, y jugaron, nada serio, cuestión de botones en un cuarto, y Mario saltaba y Andrea tenía su primera amiga, porque de no ser tan rara, pero ajá, a Karina le gustaba que fuera tan rara; un buen recuerdo así.

U otro, mejor, cuando Karina le presentó a sus amigos aquella tarde de años después, que se volvieron a hablar después de una ausencia de contacto por quién sabe qué cuestión tonta, y Andrea les cayó bien, tan bien, que aún habla con Roberto, ¿Verdad Roberto? Ah, no puede contestar Roberto. Ahora no. Por eso, otro recuerdo de Karina.

Mejor, otra tarde en su cuarto, casi noche, muchos años después, pocos meses antes de este momento, jugando, cuestión de botones, y Karina saltaba, y Andrea no le quería preguntar si le gustaba o no le gustaba, pero lo pensaba, tanto pensaba, pero tanto sudaba, pero ajá. Se veía tan linda, Karina, buen recuerdo, así.

No como ahora.

- Pero ajá. A ti, qué. ¿Las mujeres o los hombres?
- No sé Andrea, ajá. Tú sabes, que no sé responder eso.
- Tú tenías novio.
- Pero ya no.
- Ajá, pero tenías novio. Novio, con O. ¿No te gustaba?
- Tú siempre estuviste enamoradita de este chamo, ¿cómo es? ¿Toñito?
- No quiere decir.
- Exacto, no quiere decir. Nada quiere decir nada. Es más, chica. ¿Por qué decimos tanto?
- ¿Cómo así?
- Ven.

Andrea dio el paso. Ahora sí, dio el paso. Caminó hacia Karina con determinación y sin miedo. Con la seguridad de las ganas de darle un abrazo, de sacarla de todo ese embrollo, de los murmullos de los enfermos, del grito seco de los lemnosos, de los brazos pálidos que la rodeaban al final de ese pasillo de lerdos caminantes, tropezándose con las paredes, abriendo la boca como para comerse el aire, y caminando hacia ellos desde principio de las escaleras.

Roberto estaba preocupado. Tras el correteo en el que los puso una horda de infectados que se aventuró a bajar las escaleras tras ellos, se había armado, junto a Hermócrates, con el palo de una escoba y un lampazo. Se defendían, sorprendidos, con destreza: el palo de la escoba podía mantener a los hambrientos caminantes que se lanzaban con torpeza hacia ellos. “Si la vaina es así, no hay mucho de qué preocuparse”.

- Estos vergos son lentos y bobos como ellos solos. Todo bien, todo bien, carajitas – Afirmaba Hermócrates tras varios golpes de lampazo a la cabeza de los infectados, - mirá cómo se caen. Pendejitos.

Sin embargo la horda, de treinta o más caminantes, seguía bajando por las escaleras hasta mostrar a Karina, entre la multitud, quien sonreía al verlos. “¡Karina!” gritó Andrea, y Karina estiró su brazo hacia donde ella estaba. Al mismo tiempo hicieron todos los enfermos, que la rodearon de brazos en una escena de altar enfermo y purulento. Andrea, aliviada, se olvida de todo y empieza a caminar. Karina está ahí.

- ¡Andrea! – El desespero de Roberto le quiebra la voz - ¡Andrea! ¡Qué coño estáis haciendo! ¡Andrea! – Batazo, otro lemnoso cae - ¡Coñoesumadre Andrea!
- ¡Andrea! Esta coñita de su mierda ¡Andrea! – El tío se intenta acercar, pero teme.
- ¿Qué? Ahí está Karina.
- ¡Qué coño Karina ni que mierda! ¡Andrea! ¡Coño vení! – Roberto estaba desesperado, lemnosos a pocos metros del cuerpo de Andrea, Karina al final de un grupo bastante repulsivo, y él sin más que un palo de escoba - ¡Coño Andrea! ¡Ella ya no es Karina! – Al oír esto Andrea se voltea con violencia.
- ¡Cómo que ya no es Karina? ¡Qué coño estás diciendo, güevón? ¿Qué? ¿La queréis dejar aquí? – Andrea voltea, camina.
- ¡Andrea!

Andrea se voltea una vez más.

- ¡Esta mierda no es una película de zombis! ¡Esto es gente enfer…

Karina, finalmente se acercó, pega su nariz a la de Andrea, la cual derrama la sensación por el resto de su cuerpo, cada poro responde estimulado: sabe lo que viene, quiere lo que viene. Los labios se abren paso entre el aliento, se deslizan en la humedad nerviosa de los labios de Andrea, y tejen el beso esperado. Sí, así se sintió, qué buen recuerdo. Qué buen recuerdo. Qué buen recuerdo. Esta, esta no es esa Karina. Esta se acerca, sí. Quiere pegar su nariz a Andrea, sí. Quiere comerse a Andrea.
El sonido seco de la madera contra el cráneo derriba el cuerpo de Karina a un lado, Andrea se echa a llorar y no le da tiempo de caer arrodillada cuando el tirón de brazo que le da el tío Hermócrates la lanza contra una pared, cercana a la puerta de salida.

- Nos vamos, y al coño.

Roberto hala a Andrea fuera del hospital, Hermócrates va tras ellos. La luz del medio día los abrasa y por alguna razón Roberto se siente protegido. Andrea está paralizada, ida, muerta en vida parada en medio de la plaza de entrada al hospital. Roberto la mira, y con torpeza, la abraza. Andrea rompe a llorar. Aumenta el desgarro, grita, no se le entiende lo que dice.

- Ya, ya – Roberto le soba la nuca. – No podías hacer nada, Andre.
- ¡Qué coño es esta verga? – Se entiende entre los llantos desesperados de Andrea.
- No sé, Andre. Mejor que nos vayamos.Y ya.

Andrea alcanzaba a asentir con la cabeza. El carro. Ir hacia el carro, agarrada de lo que le quedaba, colgado de Roberto, del olor del perfume de Roberto mezclado con el sudor y llanto, y de su tío: Hermócrates, él, que ya no estaba tras ellos. 

Junto al carro, Andrea y Roberto miran a la entrada del hospital de la cual no sale nadie: ni infectado, ni tío.

- Y ¿Hermócrates? – Roberto pregunta preocupado. Andrea, se echa a llorar más, ahora sostenida del carro, sin querer mirar a la entrada del hospital.

Cinco minutos, el calor se hace sentir, la luz desdibujaba los contornos y levantaba un vapor desde la tierra, secándole hasta el sudor. Los ojos entornados para poder ver algo, Roberto sigue angustiado. Diez minutos, ni una brisita siquiera. Tío no sale. Quince minutos. ¿Qué hacer? Si sale un solo enfermo de esa vaina, se van. Sí, eso piensa Roberto. No queda de otra. Coño, pero, ¿otro cercano? ¿Que Andreita pierda otro ser cercano? Muy jodido, coño. Veinte minutos, Andrea ya solloza, el calor aprieta y una figura, finalmente, aparece, caminando hacia ellos entre el encandilador fulgor.


- ¿Y entonces qué hacemos, Doctora?
- No sé, no sé. O sea, ellos van a querer subir a los niveles más altos del centro comercial. Creo, pues. Coño, es que ahorita tengo otra vaina en la cabeza.

Virginia está consternada. A pesar de que llama y llama, Andrea no contesta. Tampoco Roberto, tampoco su papá. No sabe qué hacer, solo sabe que no quiere subir a los primeros pisos. Con su brazo izquierdo, aprieta a Maara contra su cuerpo y dice:

- Vamos al sótano. No van a entrar por el sótano, y no van a bajar al sótano.
- Sí va.

Bajan, bajan más, en el nivel feria de nuevo se dirigen a la puerta del sótano, la abren y un silencio espantoso los arropa. No hay nadie, como era de esperarse, pero hay unos tres carros estacionados.

- ¿Y estos carros? ¿De quién?
- Gente que los deja estacionados, carros enfriados, qué se yo. – Responde el guardia.
- ¿Y así cuida el centro comercial?
- Bueno, Doctora, los carros no van a robar ningún local.

Se resiste a mirarlo con desdén, porque la idea que ahora gobierna su cabeza se lo prohíbe moralmente. Mira más bien a Estiven, que la mira de vuelta con curiosidad. Como doctora, Virginia ha aprendido a leer a las personas, sabe que debe leer los síntomas escondidos, los que la gente tiene vergüenza de decir.

- ¿Sabes prender un carro?
Pasmado, Estiven no sabe qué responder - ¿Ah?
- Que si sabes prender un carro, sin la llave pues.
- Bueno, yo – Estiven titubea.
- Yo sí – sale el guardia – con ese modelo es facilito. Pero, ¿pa qué?
- Porque no estamos seguros si no van a bajar al sótano. Solo sabemos que su preferencia es subir a pisos altos. No sabemos por qué. Y sabemos, también, que tarde o temprano, van a romper la puerta.
- Ajá, Doctora, pero ¿Pa dónde vamos?
Virginia no se la piensa mucho – Al Central.
- Nooo joda. La pinga. Ni de verga. No. En cruz, no. – Se niega, categóricamente, Estiven.
- Ahí está la cura – miente, con velocidad.
- ¿Y pa qué coño queremos la cura? Aquí nadie está infectado.
- ¿Y si tu madre está infectada?
Estiven la mira con odio, aprieta los puños, y resuelve por lamentar resignado: – La puta madre.

Un carro gris, o plateado, no parpadea la luz de su alarma, que tampoco suena ante el vidrio roto. Se montan. Golpes, cables, Virginia abraza a Maara. La máquina intenta arrancar, otra vez. Una vez más. Arranca, ruge, acelera en pare, campanita de puerta mal cerrada, cierran bien, “el radiecito” dice el guardia: ninguna emisora sintoniza. Mientras el carro calienta busca entre los cds. ¿Might Lemon Drops? ¿Red Hot Chilly Peppers? ¿Nine Inch Nails? ¿April March? ¿Quién coño escucha esta mierda? Por no dejar, pone uno que, por los colores, le atrajo. Violent Femmes, y suena Blister in the Sun, para acompañar al carro que arranca, sube, se encuentra con la Santa María cerrada, la cual Estiven, con cuidado, abre y sube, corre al carro, se monta, y salen del centro comercial entre cadáveres caminantes, o tal cosa parecía. ¿Tan rápido, todo?

Lejos, en el Central, la figura que salió del hospital ya se acerca a los chicos. Hermócrates, intacto, sonriente y con un papel en la mano el cual dobla tras lanzar al suelo el lampazo sucio, dice satisfecho:

- Listos. Vamonós.
- ¿Qué hacías? – Dispara Roberto.
- Buscaba algo importante – responde Hermócrates, desafiante. Roberto no sigue indagando.

Se montan en el carro, y antes de arrancar, ven como los enfermos se agolpan en la salida, sin bloqueo alguno que les impida perseguirlos; aún así, por alguna razón, no pisan el espacio fuertemente iluminado por la luz del sol.

- Y estos qué, ¿Son vampiritos de crepúsculo? – Pregunta Hermócrates
- … - Nadie responde.
- Bueno, no me voy a quedar a comprobar si los mariquitos estos brillan.

Y se van, sin buen recuerdo que los ampare.

5 de julio de 2011

Capítulo 10: Más acá del sol

Días atrás

El ángulo, eso era lo que fallaba. Quizá un poco más abajo del ángulo anterior, así la parábola sería más pronunciada, más convexa, y finalmente alcanzaría el pequeñísimo, verdísimo, objetivo. Sí, ahí. Tiene que ser ahí. Se acomoda los audífonos, Metallica lo ampara. Hala ahora el particular proyectil, rojo, redondo: el último que le queda. Suena la tensión de la liga de la honda. Ahí, el ángulo perfecto. Dispara.

El pajarito dio en el blanco, el cerdito le dio unos 5000 puntos. Terminó el juego.

José sonríe, tiene ganas de celebrar, de saltar y hacer un baile de la victoria, pero contiene todo en apretar el puño y retraerlo sólo un imperceptible poco hacia su cuerpo. En su mente suenan las palabras “Pa que sean serios, marditos”. Había estado jugando el último nivel de Angry Birds desde hace unas horas, recluido en sus audífonos que ahora le daban Pearl Jam para esconderse de los tropicalísimos gustos musicales de Carolina, su novio Antonio y Fernanda. El pequeño Carlitos, hermanito de Antonio, parecía a gusto o cómodo entre todo ese reggaetón mientras pudiera ver la partida de Angry Birds de cerca.

Cuatro amigos en una lancha en camino a una isla bonita más allá del sol, arenita playita y la rumbita bonita y todo eso. Había humor hasta de orgias y sexo desenfrenado, de no ser por el pequeño Carlitos. ¿Por qué Antonio se tenía que traer al coñito?

Bah, para qué se caían a mojones. Carolina es una niña “de su casa”. Fernanda no le paraba ni media bola. Pero, hey, si hubiese venido Karina, sería otro el cuento. Esa caraja sí era atrevida, no microondas como la mayoría de las maracuchas que conocía. Pero no, no vino. Dijo que vendría y no vino. Quién sabe por qué carajo. Le habrá venido la regla, qué sabe él. Ahora está ahí, más acá del sol, en una lancha navegando en pleno Lago de Maracaibo con 2 mujeres de las que no obtendrá nada, un tipo que no le termina de caer bien, y su hermanito que, a estas alturas, podría ser mudo, o lerdo, o las dos cosas.

De hecho, esa es una de las cosas que – Ah, Du Hast, sí va - ¿Qué estaba pensando? Ah sí. Esa es una de las cosas que le daba más curiosidad a José. Carlitos, cuando no tenía algo en lo que entretenerse, se quedaba sentado ahí, en su puesto, cabizbajo, con la mirada completamente perdida, quién sabe en qué mundo de fantasía.

Bah, qué se le iba a hacer. El coñito era así. El viaje era así. Completamente distinto a lo que él se hubiese imaginado como una rumbita en la playa. En vez del desenfreno y el relajo, tendría lo que todos: unas cuantas cervezas y unos chistes malos entre música detestable. Luego, el viaje de regreso, y los payasos estos diciendo que fue el mejor viaje de sus vidas. Gracias al Dios en el que no creía por su buena batería de celular y su iPod lleno de música que lo amparara de todo mal.

Antonio, por otro lado, no estaba del todo cómodo detrás de sus sonrisas, de los chistes malos, y de la mano en la cintura de piel desnuda y caliente de su novia. Este viaje era una pequeña tortura. Carolina y Fernanda, amigas de por vida, vivían ahora un secreto que sólo para Carolina era desconocido. Antonio, entre cervecitas y rumbitas, había caído en unas insinuaciones hechas, “ay, sin querer”, por Fernanda. Lo triste de todo esto, es que de lo que se acuerda es de Fernanda desnuda, ni tan bonita como la imaginó, a pierna abierta y jadeando. No, no se acuerda del acto en sí. Todo fue tan torpe y, a quejas de Fernanda, tan rápido. Temía ahora en esa lancha que Fernanda quisiera recordar.

Por eso su movida. Había sido inteligente, “ge-nial”, se decía. Traer a su hermanito para evitar conversaciones fuera de lugar, y acercamientos “tontos y sin querer” de Fernanda. Ge-nial. Al menos hoy podría salvarse. ¿Podría salvarse? Su mente, la duda, la tortura. No muestra nada, sonríe. Otro trago de cerveza.

Silencio, nadie habla, se acaba la canción, el cd. Antonio lo saca. En el fondo, se escucha la chicharra desde los audífonos de José.

- Loco, quitate esa verga. Viniste a estar con nosotros, no con los comegatos esos que escucháis.
- Va pues. Ustedes escuchan a los tukkis del coño esos, yo tengo derecho a mis gaticos.
- Sí seréis marico.

El sonido del motor y la lancha golpeando contra el lago de tanto en tanto, aparte de eso, el silencio. Hasta que al fin José se quita los audífonos y pregunta, a quema ropa.

- ¿Cómo sería el fin del mundo en Maracaibo?
- Mialma, José ¿Cómo que fin del mundo? – Fernanda reía
- Así, fin del mundo, se acaba todo.
- Verga, me imagino que igual que en todos lados – responde Antonio, quien parece cavilar su idea – la gente se muere y empiezan los saqueos y tal.
- Yo no creo que en todo el mundo sea igual, eso es aquí que son todos unos salvajes – agrega Carolina.
- Qué salvajes ni que nada – José puntúa -, aquí apenas son honestos. Los maracuchos, digo, somos honestos, es todo. No nos andamos con las formalidades ni las güevonadas pa’ no perder el tiempo. Yo sí creo que Antonio tiene razón, la vaina sería igual. Es más…
- Capaz y Maracaibo no se joda – culmina Antonio.
- Ajá.
- Sí, bueno, sí – concuerda Carolina.
- ¡Es que nosotros somos arrechos! – Fernanda pega un gritico odioso y ridículo, como de presentadora de concurso de televisión. Todos, excepto Carlitos, beben.
- ¿Qué sería lo primero que harían? - Pregunta ahora Carolina - ¿Qué sería lo primero, en caso de que sepan que es el fin?
- Rezar – responde Fernanda, muy seria, ahora.
- Yo no sé. Creo que escucharía un cd completo, pero ahorita no sé cuál – responde José.
- Yo te llamaría, mi amor. – Responde Antonio, abrazando a su novia.
- Ay mi vida, gracias. Yo creo que, honestamente… - Carolina toma un trago de su cerveza – me metería en el baño a echarme el último baño de agua caliente, mientras me como cualquier cosa que me haga engordar. Pero mucho, así. Mucho. – Carolina se muerde los labios, - y después te llamaría, amor.
- Coño, ya veo que soy prioridad.
- Ay vida, no seas bobito.
- Sí, vida, no seas bobito – se burla Fernanda. Antonio no se ríe.
- ¿Y si el fin del mundo ya comenzó? – Pregunta Carolina.
- ¿Cómo así?
- Pues, eso. Ya el mundo no es como antes. Todos, todo, se está volviendo loco. Y la naturaleza se está extinguiendo y tal. Las guerras, los terremotos. ¿Y si Dios ya está terminándolo todo?
- No seas tontita, vida. Todos saben que el final del mundo es con zombis. Hasta que no veáis a tu madre caminando muerta por ahí no nos tenemos que preocupar.- Todos se ríen, Carolina golpea a Antonio.

Beben, beben de nuevo. Hacen algún otro chiste sobre el fin. José se aburre de nuevo, mira a Carlitos, Carlitos lo mira a él. No sabe por qué, se lo imagina sentado en una acera, en una noche oscura. Qué tonterías piensas, José. Se pone los audífonos, play. Nothing Else Matters, Fernanda se acerca a Antonio, Antonio se acerca a Carolina, Carlitos sigue ahí. José deja caer su cabeza hacia atrás, “da lo mismo” piensa, “repetimos sin cesar lo que todos ya han vivido.” Siguiente pista: La cerveza, la rumbita, la tontería y los cachos, que la rumbita el día de fiesta y luego quejarse de que es lunes, y trabajar, quejarse, tirar, que este o el otro presidente, que si esta o la otra oposición, comer, cagar, el agua caliente o fría, dormir, jugar, la tele, la película, visita a la familia, que este cumple años, que el sobrinito, el primito del padrino del tío del puto padre que no está, que te llama de vez en cuando, cuando se acuerda y te dice qué hacer y qué no hacer, porque al fin es hacer lo que te dé la gana y ser el típico malo o hacer lo que nos digan que hagamos con la vida que los padres de nuestros padres de Venezuela entera ya ha hecho, y seguirá haciendo, hasta ese esperado fin: “Ya éramos zombis desde hace rato”.

Suena un celular, Carolina atiende. “Aló, ¿Karina? Chica, hubieses venido. No, para nada. No, no te preocupes. Sí, Antonio, Fernanda y José. Ajá, José está aquí. Jajajaja, no chica, no. Para nada. Aquí está Carlitos, el hermanito de, sí. Ay bueno Kari, primis, no nos dejes embarcados en la próxima ¿okey?”

El ángulo, sin embargo, eso fue lo que falló.

Un poco más arriba, y quizá se hubiesen salvado. Pero no: la lancha saltó en una ola mal puesta y giró en un ribete mal curveado. Al agua dieron todos. Aparatos, ropa y cervezas se mezclaban con el lago, y un olor detestable los abrazaba: habían caído en un cúmulo de lemna acuática.

- ¡Me cago en Dios!
- Agárrense de la lancha, rápido.
- Coño, sí, porque nos vamos a ahogar, el lago no es hondo, mijo.
- ¡Esta mierda huele horrible!
- Cálmate Fernanda, agárrate, ven.
- ¿Dónde está Carlitos? ¡Busquen a Carlitos!
- Aquí lo tengo, Antonio. Tranquilo.
- Gracias, mi amor.
- Coño, coño, coño. ¿Cómo salimos de aquí?
- Ustedes agárrense de la lancha. Alguien seguro va a notar que no llegamos a tiempo, y llaman a algo, guardia costera, qué se yo.
- ¿En esta vaina hay guardia costera?
- Coño, José, no seáis tan optimista, queréis.
- Mierda, la lemna es horrible, loco.
- Huele muy feo.
- Miren, peces muertos.
- Normal, mija. Normal.
- Agárrense bien ¿Y si la volvemos a voltear?
- ¿Cómo?
- Mejor quedémonos quietos. Esperemos. Ni que hubiesen tiburones ni nada de eso aquí.
- Es verdad. En este lago la contaminación mató todo.
- Dejá estar. Vamos a esperar.
- Agárrense.

Dos horas estuvo el grupo pataleando suavemente, agarrados de la lancha volcada, hasta que un barquito de pescadores pasó por ahí, los rescató, y los llevó a los muelles de Playa Macuto, comunidad de pescadores detrás de la Biblioteca Pública del Zulia. Cada uno llamó a sus respectivos familiares, y tanto Antonio como Carolina, Carlitos y José fueron a dar al Hospital Central, para chequear que no tuvieran infecciones de hongos. “El agua del lago es muy sucia, Fernanda, por qué no te chequeas con nosotros, eso es rápidito”. Pero no, Fernanda se fue a su casa. Se bañaría con alcohol, y mataría cualquier cosa. Eso se lo había enseñado su madre, cuando de chiquita se bañaba en el lago, así que “no sean ustedes tan bobos”, que el Hospital Central es de wirchos, que lo que estamos es sucios, de lo mismo, que más sucio es el aire que respiramos, “no hay nada que el alcohol no quite”, más acá del norte, más acá del sol.