31 de mayo de 2012

Capítulo 18: Tornillo

Día 4: Noche

Andrea estaba ahí, de esto estaba segura. Su piel sentía la pulsión del terror que la tenía paralizada en medio de la calle.Sus ojos estaban intentando acostumbrarse a la oscuridad a la que había sido repentinamente sometida. Sus sienes apretaban, dolían, la presión en su cabeza se desplazaba cálidamente sobre sus hombros a través de su cuello, sus piés, pegados a la planta de sus zapatos por el sudor de no haberse refrescado en todo el día, sus rodillas y el punzante leve dolor que la absorbía por haber estado parada quién sabe cuánto tiempo. Ella estaba ahí, sí.

Hermócrates también estaba ahí, esa de alante era su figura, lanzando palazos a cuanto esperpento se le acercara. El sonido seco de la madera repicando en las cabezas era muy distinto a lo que ella se había imaginado que sería. Se esperaba una explosión húmeda, como cuando estrellas una fruta madura contra el suelo. "Qué de mojones metían las películas de terror".

Andrea se dio cuenta de que su mano le dolía, bajó la cabeza lentamente y se fijó en su puño apretado. ¿Por cuánto tiempo lo tendría así? ¿Cuánto tiempo tendrían ahí parados? ¿Varados? ¿Y el carro? ¿Roberto? ¿El vigilante? ¿El malandro? ¿Virginia? ¿La niña? ¿Estoy yo aquí? ¿Es esto verdad?

- ¡Vainación muchacha pendeja... movete! - Se escuchó el rugir del tio Hermócrates que corría frente Andrea, - ¡Que te movais, mija! - La agarró por la muñeca y la sacó del medio de la carretera.

Andrea, cual monigote, se tambaleaba halada por Hermócrates. Este, su franelilla blanca chispeada de sangre y sudor, corría hacia la acera izquierda de la calle de la plaza Canta Claro, Andrea a su mano izquierda y el palo que se había encontrado muy bien puesto al lado de la silla abandonada de un wachiman en su mano derecha. Habían decidido ir hacia el hogar, pero encontraron a la urbanización Irama completamente infectada. A Andrea, tras ver el peligro, no se le ocurrió mejor idea que bajarse del carro a correr hacia la casa en donde debía estar su madre. El carro, en este arranque, frenó de golpe y se convirtió en blanco de toda el hambre de la enfermedad. Adios carro, conductor, y casi pasajeros.

Estiven se bajó también de golpe y empezó a dar cachazos con su arma, intentó subirse al carro pero Virginia le dijo que no, que no buscara ninguna altura. Corrieron por el único espacio que dejaron sus persecutores, rodearon la placita José Martí y corrieron a la casa solo para encontrar a la madre de Andrea, hermana de Hermócrates; y demás habitantes de esa casa arrastrando sus pies hacia ellos.

La debil mente de Andrea no lo pudo soportar.

Ahí seguía, ida, en la acera ya. Pegados a la pared y acorralados. Roberto buscaba a su alrededor una solución. Virginia abrazaba a Maara. Estiven empuñaba su defectuosa arma. Hermócrates se aferraba al la madera de su reciente bastón. Morirían ahí, como todos. Y eso estaba bien.

- No, pues. No - aseveró Roberto, - no me voy a joder. No aquí, no ahora.
- La pinga, weón. - Estiven estaba inquieto, se aferraba al revolver con sus dos manos. - La pinga, puej.

Al ver el espíritu de los muchachos Hermócrates empuñó su palo. Estaba decidido a atravesar como lanza los ojos del que se le acercaba por el frente, pero ¿y eso qué lograría? Más de 20 infectados o más se acercaban por todas las esquinas, todo su campo visual. Mirar más allá sugería otras sombras que se alzaban en la penumbra. No había nada que hacer alante. ¿Quizá atrás?

La pared contra la que estaban pertenecía a una de las casas adineradas de Maracaibo, por lo tanto se esperaba que tuviera protección eléctrica. Hermócrates miró hacia arriba: efectivamente, un alambrado eléctrico impedía que algún improbable atleta lograra atravesar la altura del muro. Nada, pero esto no es una situación de atletas ni mucho menos "Si no saltamos esta vaina nos comen tal cual chicharrón en  domingo e fiesta". Y listo, no hay más que decir.

- A ver, mariquitas. Vamos a saltar el muro.
-¡La pinga! - Empezó a decir Estiven
- Ay verga, ¿tanto te gusta la pinga, mijo? Que vamos a saltar el muro dije ya.
- Pero señor Hermócrates, eso está con cercado eléctrico. - Argumentó Roberto.
- ¿Le teneís miedo a la corrientica papá?

Hermócrates le pidió la pata de gallina a Roberto, y puso sus manos en el muro.

- Apúrese, señor...

Los lemnosos se acercaban a paso seguro, a menos de 10 metros.

La mano de Hermócrates dudaba.

"¿Quién le tiene miedo a la corrietica, pues?"

7 metros.

La mano de Hermócrates seguía ahí.

6 metros.

- ¡Vergación si te váis a chamuscar, chamuscate, coño! - Gritó Estiven.

A 3 metros de que los lemnosos llegaran a donde estaban los acorralados Hermócrates se dio cuenta de que esa casa llevaba siglos sin que le funcionara el cercado. Se había dañado en el apagón meses atrás y no había habido forma de repararlo. El dueño de la casa, ahora un lemnoso cualquiera, estaba muy seguro de que nadie podría atreverse a tocar el alambre. Afortunadamente, se equivocó.

Ya adentro, Hermócrates corrió a la puerta. En el camino vio una podadora que pensó podría ser util luego. Siguió corriendo. Encontró la puerta, cerrada. Intentó abrirla, no hubo forma. Necesita llave. Corrió a la casa, puerta cerrada. No puede entrar a buscar la llave. "Coño, coño, coño, coño, coño" pasaba sus manos por las cienes apretadas de sangre presionando su cabeza. Corrió de nuevo a la pared, decidió ayudarlos a subir uno por uno. Se encaramó, ya no había nadie.


- Tenemos que regresar por tío.
- ¿Qué tío?
- Dejamos a alguien dentro de esa casa.
- Dios mío muchachos... No sé, no creo que podamos.
- Papi, tenemos que poder. Es un ser humano, por dios.
- A mí no me parece.
- Isa, hay que volver.
- ¡Pero ya estamos los que estamos! No sé, a mí no me parece.
- Vamos a volver, Isa - Dijo la madre Faccini, que en vía de escape con su esposo e hijas, vio al grupo urgido y atropelló a algunos de los atacantes. Ahora está dando media vuelta a su camioneta y atropellando a uno que otro infectado.

- Mami, los podrías evitar...
- ¡Eso intento!

Frente a la casa donde había entrado Hermócrates se aconglomeraban varios grupos de infectados. Parecían desorientados, pero al ver el movimiento del carro, empezaban a buscarlo torpemente. Estacionaron, gritaron el nombre del tío, nadie respondió.

- ¿Y dónde coño se metió el tío, puej? - Preguntó Estiven.

La respuesta vino en un bramido estruendoso, un chillar de cauchos y la aparición de una van blanca. Hermócrates manejaba, se detuvo frente a la camionta de los Faccini.

- Se van con ellos o conmigo - Aseveró Hermócrates.

Los sobrevivientes se miraron, y hubo un entendimiento mutuo. Estiven, Roberto halando a Andrea, Virginia y Maara se bajaron y subieron a la van blanca. Mientras arracaban escucharon los gritos. "¡Vayan al puente, no al norte! ¡Por el norte están cerrando definitivamente el paso!"

- ¿Y esta camioneta? - Preguntó Virginia.
- No preguntéis mija, que ya nos fuimos. 

El rugir de los carros murió dejando espacio para el silencio, y el arrastrar torpe de los pasos muertos. Lemna, lemna, lemna. Verdes, vomitantes, sangrantes, lemna. Suben a las bancas, juegos para niños de la plaza Canta Claro, carros abandonados, sillas de wachimanes. Se tumban entre ellos, se muerden. No saben dónde están, son parte de una fuerza mayor, o menor, o consecuencia. Aún nadie lo sabe, aún todos le temen.

Aún hoy huyen.

7 de mayo de 2012

Capítulo 17: Una uno para comenzar

Día 5: Medio día

             La esperanza es una cosa viscosa, espesa, y hasta pegajosa. Qué mucho se parecía la esperanza a esta cola de tráfico en la autopista uno, que no avanza, que se queda ahí, espesa, como la capa de sudor en el conductor de ese carrito por puesto repleto de maletas hasta más no poder, hasta tener la boca de la capota abierta a medio masticar de un equipaje desesperado.

            La gente estaba huyendo. No sabían muy bien por qué, trataban de olvidar el cómo, jugaban a que la cosa no iba en serio sacando las mesas de dominó mientras la espera de un orden militar improvisado, una evacuación no anunciada con propiedad pero llevada a cabo por el instinto de estos habitantes del sol. Mucho recordaba a los tiempos del paro, la celebración constante en tiempos de crisis que nos hicieron de Venezuela merecedor de record Guiness de “El país más Feliz” del mundo. Recordaba Antonio que, curiosamente, la foto representante de tal mención fue una tomada en una marcha de protesta política donde, casualmente, 5 personas sosteniendo una bandera sonreían.

-          Qué esta mierda no se mueve
-          Qué va. Nada. ¿Qué coño estarán pensando los mamagüevos estos,  ¿ah chico? Váyase pa su verga, pana. ¿Operativo en tiempos como estos?

Lo que Antonio no sabía es que no se trataba de un operativo militar, ni tampoco de una traba regular. Lo que tenía a la autopista uno trancada era la supervisión militar sobre el proceso de evacuación. Claro, que desde donde estaba Antonio, en su carrito por puesto, nada veía. “El coño e su madre” pensaba, mientras el sudor, el hastío, los carajitos asustados, la esposa mirando hacia la carretera que dejaban atrás y el vacío increíble de la ciudad que meses atrás latía bajo el calor del sol. El carro de Antonio era uno de los últimos en la fila, y cada vez que él recordaba tal hecho, hervía de rabia. No fue su culpa llegar tarde a la autopista. Su esposa, como siempre, tardó decidiendo por “una soberana mariquera”. Ya ni recordaba qué, ya no recordaba el momento; solo recordaba que fue ella, nadie más, quien los tenía esperando en una culebra de carros que decide hacerse la muerta.

-          El coño e tu madre, Yocasta. Siempre es la misma vaina.
-          No empieces a joder, Antonio, que están los niños.
-          ¿Los niños? – Pasmado, voltea a buscarle los ojos con la mirada - ¿Qué coño te van a importar los niños a ti, mujer? Si siempre es la misma güevonada, y esta vez, chica ¿ah? ¡Nos están matando y vos te paraís a ver si chicha o limonada!
-          Antonio, mirá pal frente que la cola se está moviendo.
-          ¡El coño e tu madre y la cola, chica!

Efectivamente la cola de tráfico había empezado a avanzar, quizá la distancia de un carro algo más. Antonio se tragó su rabia. Nada haría con gritar, aunque quisiera, así que se quedó ahí, en el instante que le tocaba vivir, mientras Yocasta miraba hacia atrás. ¿Qué coño estará viendo? Se preguntaba Antonio. Pero pa’ qué. Mejor preguntarse otra cosa, como el cómo las colas se parecen a los gusanos, en los que de la misma forma pasa mucho tiempo entre el momento en que la cabeza decide moverse y el momento en que el cuerpo termina de hacerlo. Pensaba, entonces, que ellos eran el culo del gusano, y que no gozarían de nada de lo que comiera, o algo así.

Más adelante, vista desde arriba, la cola de la uno estaba dividida en dos. En primera instancia, todos los canales, ida y vuelta, estaban dedicados a una sola vía, la huída. Tal gigantesca tranca de 6 canales se dividía en una gran sección por una camioneta que, atravesada, cortaba el flujo transversalmente. Victor, su dueño, estaba sentado con las piernas fuera del vehículo, leía un libro sobre una vaca culpable.

-          Verga mijo, yo sé. Yo entiendo. El coño te rayó la camioneta. Pero loco, estai trancando toda la vía, papá. Te van a terminar linchando, chamo.
-          No me voy a mover – respondía Victor, sin levantar la mirada – pero ni un poquito, ve.
-          Coño mijo entendé. Esta no es una situación en donde podéis ponerte con cómicas. Un día normal, entiendo. Yo te apoyo. Pero ¿hoy? ¿hoy que el santísimo ha decidido dejar caer el juicio final sobre nosotros? Mijo, entendé, por favor.
-          Señor – levanta Victor la mirada mientras dice – me voy a quedar aquí hasta que las autoridades se desocupen lo suficiente para venir a resolverme este problema. Porque si yo me voy, fuera, donde no está pasando nada, nadie me va a pagar la camioneta.
-          Mijo, ve. El señor – señalaba al evidente culpable de que Victor esté irracionalmente molesto -, el señor está tranquilo, en su carro, pero la gente que está atrás está muy molesta mijo, a lo que se den cuenta de que la tranca la estai poniendo vos, pa que este güevón te pague, coño mijo te van a linchar.
-          Que lo intenten. Soy ganadero y he tenido que aprender a defenderme – dice Victor tocando una funda en su cinturón. Su arma, cargada, esperaba – que se prenda el vainero, y vemos qué pasa.

A un lado del camino varias mesas de dominó improvisaban conversaciones más amenas, conversaciones de escape de la realidad, conversaciones a las que todo venezolano está acostumbrado. Polar, Regional, alguna que otra Zulia, risas, 3 o 4 radios a todo volumen, vallenato u otros, desde el ritmo más urbano hasta un rock desonocido y experimental en un carro lleno de gente con lentes de pasta.

-          ¿Vos los llegaste a ver?
-          No, la verdad es que no.
-          Pasame otra cerveza ahí.
-          Va, pero ajá. ¿Nadie aquí vio a algún zombi?
-          No son zombis, papi. Son lemnosos. Los vergos se mueren de un carajazo bien dado.
-          Son gente enferma, loco. No están muertos.
-          Verga, yo escuché que no. Yo escuché que hay que darles en la cabeza, tipo zombi serio, pues.
-          No chamo, mi tía se infectó y solo le dimos de palazos. Se quedó quietecita al rato.
-          Verga, loco, ¿y decís esa vaina así?
-          Sí, la coña era una hijueputa hasta en vida.
-          Irga, chamo, recordame no arrecharte nunca.
-          Va pues.
-          Otra ahí.
-          Sí, dale. La verdá, verdá, es que yo tengo familia en monte bello, por allá por Irama, y supe que la vaina se puso fea por allá y bueno, salimos mandados.
-          ¿Con tu familia?
-          ¿La de monte bello? No chico. Que en paz descansen. Salimos papi, mami, la hermana y yo. Allá están en el carro.
-          ¿Tu hermana está aquí? ¿Será que al fin la conozco?
-          Cuando seáis un zombi, mardito.
-          Lemnosos
-          La misma verga. Parecen zombi, caminan como zombi, infectan como zombi. Hasta que sacan una película de esta vaina, cuánto va.
-          No infectan igual, chamo. Están viendo si infectan por aire también, la vaina es jodida.
-          ¿Quién? ¿Quién está viendo? En serio, chamo. ¿No veis la cola? En Maracaibo no debe quedar nadie. Así que nadie está viendo ya nada. Mandaron esto a la mierda.
-          Como cuando El Saladillo, ¿no?
-          Si serás marico sentimental. El regionalismo te llaman a vos.
-          A verga, tomo cerveza regional.
-          Pendejo.
-          Pasame otra.
-          ¿Regional?
-          Polar.
-          Y este clima del coño, chamo.
-          Parece que va a llover.
-          Coño, sí. Este calor del coño tiene que ser de lluvia.
-          Aunque ajá, lleva así rato y no ha llovido.
-          Sí, pero el calor.
-          ¿Te imagináis que empiece a llover con la cola aquí, y llegue la infección a esta vaina?
-          Juego trancado.
-          ¿Qué?
-          El dominó, marico. Cuenten sus pintas.

Más adelante, varios perímetros de seguridad protegían la autopista. Se sabía que pequeñas zonas cercanas a la misma habían sido infectadas. El hospital del sur, por ejemplo, cuyo total perímetro estaba cercado y protegido. Varios curiosos en las colas trataban de ver por encima de estas barreras, pero nada era visible. La luz del día, quizá. Luz, que se apagaba muy lentamente bajo el yugo de la densidad creciente de las nubes, y el calor, y el vapor.

Antonio seguía apenas metros más adelante del punto original. Yocasta miraba atrás y no veía más que uno o dos carros detrás de ella, pero no era eso lo que le interesaba. Estaba más bien pendiente de la línea del horizonte, línea vacía y sin movimiento alguno. Línea a la que le tiene pavor, terror de que se empiece a llenar de movimiento, de gente, de no-gente que alcance, por supuesto, la zona más débil del gusano. Pero eso no pasaría ¿Verdad, Antonio? Porque tú le dijiste que los bichos salían en las noches, y eso le has dicho a tus hijos todo el tiempo. Lo malo pasa en las noches, en las sombras.

Poco contaba Yocasta con la lluvia, con la subida que es la uno, con la unión de eventos desafortunados. Qué alegre sería el dominó y la música hasta entonces, que cayeron las primeras gotas, que las nubes ocultaron al sol, que la humedad pobló el tráfico, y que en el horizonte aparece una Van blanca apurada y desordenada. Gritos, salían de la Van, gritos ininteligibles por la distancia.

Yocasta saca la cabeza por la ventana e intenta descifrar lo que sucede. La Van se acerca más y los gritos se hacen audibles ¡Hay que irse! ¡Hay que irse! ¡Váyanse de la cola!

Detrás de la Van aparecería el juego trancado. Una fila poblada de cuerpos tambaleados danzaban apurados hacia el tráfico. La Van llega hasta el punto último de la Cola, de ahí se baja Hermócrates gritando la misma consigna. Vienen hacia acá, vienen hacia la altura, se dirigen hacia el puente del lago, por donde todos querían escapar. Si no está avanzando el tráfico, hay que irse, porque esto se va a convertir en un desastre. No vayan a lugares altos, cuidado con las zonas húmedas.

Yocasta no tuvo otra opción que reírse de su suerte. Maracaibo es la ciudad del lago. Su escape más cercano es el puente, y esta cola, que muy poco avanza. Hermócrates se vuelve a montar en la Van, da la vuelta en U y regresa hacia los cuerpos, toma un cruce antes de llegar a ellos y baja hacia el sector Primero de Mayo. Yocasta sonríe, mete la cabeza, sube el vidrio. Antonio le pregunta que qué dijo aquél loco. Ella dijo algo sobre el señor, Dios, y la bendición. Le dio un beso a sus hijos, y a su esposo. Antonio, se rascó su bigote, y miró con los ojos emparamados a su esposa.

-          ¿Quién ganó?
-          Yo tuve menos, tenía doble blanco
-          No sé, ajá, tú ganaste. Pero ajá, un dominó trancado es un dominó trancado.
-          ¿Cómo así?
-          Nadie gana, chamo. Ganaste, pero no.