Día 5: Medio día
La esperanza es una cosa viscosa, espesa, y
hasta pegajosa. Qué mucho se parecía la esperanza a esta cola de tráfico en la
autopista uno, que no avanza, que se queda ahí, espesa, como la capa de sudor
en el conductor de ese carrito por puesto repleto de maletas hasta más no
poder, hasta tener la boca de la capota abierta a medio masticar de un equipaje
desesperado.
La gente estaba huyendo. No sabían
muy bien por qué, trataban de olvidar el cómo, jugaban a que la cosa no iba en
serio sacando las mesas de dominó mientras la espera de un orden militar
improvisado, una evacuación no anunciada con propiedad pero llevada a cabo por
el instinto de estos habitantes del sol. Mucho recordaba a los tiempos del
paro, la celebración constante en tiempos de crisis que nos hicieron de
Venezuela merecedor de record Guiness de “El país más Feliz” del mundo.
Recordaba Antonio que, curiosamente, la foto representante de tal mención fue
una tomada en una marcha de protesta política donde, casualmente, 5 personas
sosteniendo una bandera sonreían.
-
Qué esta mierda no se mueve
-
Qué va. Nada. ¿Qué coño estarán pensando los
mamagüevos estos, ¿ah chico? Váyase pa su
verga, pana. ¿Operativo en tiempos como estos?
Lo que Antonio no sabía es que no se trataba de un operativo
militar, ni tampoco de una traba regular. Lo que tenía a la autopista uno
trancada era la supervisión militar sobre el proceso de evacuación. Claro, que
desde donde estaba Antonio, en su carrito por puesto, nada veía. “El coño e su
madre” pensaba, mientras el sudor, el hastío, los carajitos asustados, la
esposa mirando hacia la carretera que dejaban atrás y el vacío increíble de la
ciudad que meses atrás latía bajo el calor del sol. El carro de Antonio era uno
de los últimos en la fila, y cada vez que él recordaba tal hecho, hervía de
rabia. No fue su culpa llegar tarde a la autopista. Su esposa, como siempre,
tardó decidiendo por “una soberana mariquera”. Ya ni recordaba qué, ya no
recordaba el momento; solo recordaba que fue ella, nadie más, quien los tenía
esperando en una culebra de carros que decide hacerse la muerta.
-
El coño e tu madre, Yocasta. Siempre es la misma
vaina.
-
No empieces a joder, Antonio, que están los niños.
-
¿Los niños? – Pasmado, voltea a buscarle los ojos con
la mirada - ¿Qué coño te van a importar los niños a ti, mujer? Si siempre es la
misma güevonada, y esta vez, chica ¿ah? ¡Nos están matando y vos te paraís a
ver si chicha o limonada!
-
Antonio, mirá pal frente que la cola se está moviendo.
-
¡El coño e tu madre y la cola, chica!
Efectivamente la cola de tráfico había empezado a avanzar, quizá
la distancia de un carro algo más. Antonio se tragó su rabia. Nada haría con
gritar, aunque quisiera, así que se quedó ahí, en el instante que le tocaba
vivir, mientras Yocasta miraba hacia atrás. ¿Qué coño estará viendo? Se
preguntaba Antonio. Pero pa’ qué. Mejor preguntarse otra cosa, como el cómo las
colas se parecen a los gusanos, en los que de la misma forma pasa mucho tiempo
entre el momento en que la cabeza decide moverse y el momento en que el cuerpo
termina de hacerlo. Pensaba, entonces, que ellos eran el culo del gusano, y que
no gozarían de nada de lo que comiera, o algo así.
Más adelante, vista desde arriba, la cola de la uno estaba
dividida en dos. En primera instancia, todos los canales, ida y vuelta, estaban
dedicados a una sola vía, la huída. Tal gigantesca tranca de 6 canales se
dividía en una gran sección por una camioneta que, atravesada, cortaba el flujo
transversalmente. Victor, su dueño, estaba sentado con las piernas fuera del
vehículo, leía un libro sobre una vaca culpable.
-
Verga mijo, yo sé. Yo entiendo. El coño te rayó la
camioneta. Pero loco, estai trancando toda la vía, papá. Te van a terminar
linchando, chamo.
-
No me voy a mover – respondía Victor, sin levantar la
mirada – pero ni un poquito, ve.
-
Coño mijo entendé. Esta no es una situación en donde
podéis ponerte con cómicas. Un día normal, entiendo. Yo te apoyo. Pero ¿hoy?
¿hoy que el santísimo ha decidido dejar caer el juicio final sobre nosotros?
Mijo, entendé, por favor.
-
Señor – levanta Victor la mirada mientras dice – me voy
a quedar aquí hasta que las autoridades se desocupen lo suficiente para venir a
resolverme este problema. Porque si yo me voy, fuera, donde no está pasando
nada, nadie me va a pagar la camioneta.
-
Mijo, ve. El señor – señalaba al evidente culpable de
que Victor esté irracionalmente molesto -, el señor está tranquilo, en su carro,
pero la gente que está atrás está muy molesta mijo, a lo que se den cuenta de
que la tranca la estai poniendo vos, pa que este güevón te pague, coño mijo te
van a linchar.
-
Que lo intenten. Soy ganadero y he tenido que aprender
a defenderme – dice Victor tocando una funda en su cinturón. Su arma, cargada,
esperaba – que se prenda el vainero, y vemos qué pasa.
A un lado del camino varias mesas de dominó improvisaban
conversaciones más amenas, conversaciones de escape de la realidad,
conversaciones a las que todo venezolano está acostumbrado. Polar, Regional,
alguna que otra Zulia, risas, 3 o 4 radios a todo volumen, vallenato u otros, desde el ritmo más urbano hasta un rock desonocido y experimental en un carro lleno de gente con lentes de pasta.
-
¿Vos los llegaste a ver?
-
No, la verdad es que no.
-
Pasame otra cerveza ahí.
-
Va, pero ajá. ¿Nadie aquí vio a algún zombi?
-
No son zombis, papi. Son lemnosos. Los vergos se
mueren de un carajazo bien dado.
-
Son gente enferma, loco. No están muertos.
-
Verga, yo escuché que no. Yo escuché que hay que
darles en la cabeza, tipo zombi serio, pues.
-
No chamo, mi tía se infectó y solo le dimos de
palazos. Se quedó quietecita al rato.
-
Verga, loco, ¿y decís esa vaina así?
-
Sí, la coña era una hijueputa hasta en vida.
-
Irga, chamo, recordame no arrecharte nunca.
-
Va pues.
-
Otra ahí.
-
Sí, dale. La verdá, verdá, es que yo tengo familia en
monte bello, por allá por Irama, y supe que la vaina se puso fea por allá y
bueno, salimos mandados.
-
¿Con tu familia?
-
¿La de monte bello? No chico. Que en paz descansen.
Salimos papi, mami, la hermana y yo. Allá están en el carro.
-
¿Tu hermana está aquí? ¿Será que al fin la conozco?
-
Cuando seáis un zombi, mardito.
-
Lemnosos
-
La misma verga. Parecen zombi, caminan como zombi,
infectan como zombi. Hasta que sacan una película de esta vaina, cuánto va.
-
No infectan igual, chamo. Están viendo si infectan por
aire también, la vaina es jodida.
-
¿Quién? ¿Quién está viendo? En serio, chamo. ¿No veis
la cola? En Maracaibo no debe quedar nadie. Así que nadie está viendo ya nada.
Mandaron esto a la mierda.
-
Como cuando El Saladillo, ¿no?
-
Si serás marico sentimental. El regionalismo te llaman
a vos.
-
A verga, tomo cerveza regional.
-
Pendejo.
-
Pasame otra.
-
¿Regional?
-
Polar.
-
Y este clima del coño, chamo.
-
Parece que va a llover.
-
Coño, sí. Este calor del coño tiene que ser de lluvia.
-
Aunque ajá, lleva así rato y no ha llovido.
-
Sí, pero el calor.
-
¿Te imagináis que empiece a llover con la cola aquí, y
llegue la infección a esta vaina?
-
Juego trancado.
-
¿Qué?
-
El dominó, marico. Cuenten sus pintas.
Más adelante, varios perímetros de seguridad protegían la
autopista. Se sabía que pequeñas zonas cercanas a la misma habían sido
infectadas. El hospital del sur, por ejemplo, cuyo total perímetro estaba
cercado y protegido. Varios curiosos en las colas trataban de ver por encima de
estas barreras, pero nada era visible. La luz del día, quizá. Luz, que se
apagaba muy lentamente bajo el yugo de la densidad creciente de las nubes, y el
calor, y el vapor.
Antonio seguía apenas metros más adelante del punto original.
Yocasta miraba atrás y no veía más que uno o dos carros detrás de ella, pero no
era eso lo que le interesaba. Estaba más bien pendiente de la línea del
horizonte, línea vacía y sin movimiento alguno. Línea a la que le tiene pavor,
terror de que se empiece a llenar de movimiento, de gente, de no-gente que
alcance, por supuesto, la zona más débil del gusano. Pero eso no pasaría
¿Verdad, Antonio? Porque tú le dijiste que los bichos salían en las noches, y
eso le has dicho a tus hijos todo el tiempo. Lo malo pasa en las noches, en las
sombras.
Poco contaba Yocasta con la lluvia, con la subida que es la
uno, con la unión de eventos desafortunados. Qué alegre sería el dominó y la
música hasta entonces, que cayeron las primeras gotas, que las nubes ocultaron
al sol, que la humedad pobló el tráfico, y que en el horizonte aparece una Van
blanca apurada y desordenada. Gritos, salían de la Van, gritos ininteligibles
por la distancia.
Yocasta saca la cabeza por la ventana e intenta descifrar lo
que sucede. La Van se acerca más y los gritos se hacen audibles ¡Hay que irse!
¡Hay que irse! ¡Váyanse de la cola!
Detrás de la Van aparecería el juego trancado. Una fila
poblada de cuerpos tambaleados danzaban apurados hacia el tráfico. La Van llega
hasta el punto último de la Cola, de ahí se baja Hermócrates gritando la misma
consigna. Vienen hacia acá, vienen hacia la altura, se dirigen hacia el puente
del lago, por donde todos querían escapar. Si no está avanzando el tráfico, hay
que irse, porque esto se va a convertir en un desastre. No vayan a lugares
altos, cuidado con las zonas húmedas.
Yocasta no tuvo otra opción que reírse de su suerte. Maracaibo
es la ciudad del lago. Su escape más cercano es el puente, y esta cola, que muy
poco avanza. Hermócrates se vuelve a montar en la Van, da la vuelta en U y
regresa hacia los cuerpos, toma un cruce antes de llegar a ellos y baja hacia
el sector Primero de Mayo. Yocasta sonríe, mete la cabeza, sube el vidrio.
Antonio le pregunta que qué dijo aquél loco. Ella dijo algo sobre el señor,
Dios, y la bendición. Le dio un beso a sus hijos, y a su esposo. Antonio, se
rascó su bigote, y miró con los ojos emparamados a su esposa.
-
¿Quién ganó?
-
Yo tuve menos, tenía doble blanco
-
No sé, ajá, tú ganaste. Pero ajá, un dominó trancado
es un dominó trancado.
-
¿Cómo así?
-
Nadie gana, chamo. Ganaste, pero no.
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