Día 4: Noche
Andrea estaba ahí, de esto estaba segura. Su piel sentía la pulsión del terror que la tenía paralizada en medio de la calle.Sus ojos estaban intentando acostumbrarse a la oscuridad a la que había sido repentinamente sometida. Sus sienes apretaban, dolían, la presión en su cabeza se desplazaba cálidamente sobre sus hombros a través de su cuello, sus piés, pegados a la planta de sus zapatos por el sudor de no haberse refrescado en todo el día, sus rodillas y el punzante leve dolor que la absorbía por haber estado parada quién sabe cuánto tiempo. Ella estaba ahí, sí.
Hermócrates también estaba ahí, esa de alante era su figura, lanzando palazos a cuanto esperpento se le acercara. El sonido seco de la madera repicando en las cabezas era muy distinto a lo que ella se había imaginado que sería. Se esperaba una explosión húmeda, como cuando estrellas una fruta madura contra el suelo. "Qué de mojones metían las películas de terror".
Andrea se dio cuenta de que su mano le dolía, bajó la cabeza lentamente y se fijó en su puño apretado. ¿Por cuánto tiempo lo tendría así? ¿Cuánto tiempo tendrían ahí parados? ¿Varados? ¿Y el carro? ¿Roberto? ¿El vigilante? ¿El malandro? ¿Virginia? ¿La niña? ¿Estoy yo aquí? ¿Es esto verdad?
- ¡Vainación muchacha pendeja... movete! - Se escuchó el rugir del tio Hermócrates que corría frente Andrea, - ¡Que te movais, mija! - La agarró por la muñeca y la sacó del medio de la carretera.
Andrea, cual monigote, se tambaleaba halada por Hermócrates. Este, su franelilla blanca chispeada de sangre y sudor, corría hacia la acera izquierda de la calle de la plaza Canta Claro, Andrea a su mano izquierda y el palo que se había encontrado muy bien puesto al lado de la silla abandonada de un wachiman en su mano derecha. Habían decidido ir hacia el hogar, pero encontraron a la urbanización Irama completamente infectada. A Andrea, tras ver el peligro, no se le ocurrió mejor idea que bajarse del carro a correr hacia la casa en donde debía estar su madre. El carro, en este arranque, frenó de golpe y se convirtió en blanco de toda el hambre de la enfermedad. Adios carro, conductor, y casi pasajeros.
Estiven se bajó también de golpe y empezó a dar cachazos con su arma, intentó subirse al carro pero Virginia le dijo que no, que no buscara ninguna altura. Corrieron por el único espacio que dejaron sus persecutores, rodearon la placita José Martí y corrieron a la casa solo para encontrar a la madre de Andrea, hermana de Hermócrates; y demás habitantes de esa casa arrastrando sus pies hacia ellos.
La debil mente de Andrea no lo pudo soportar.
Ahí seguía, ida, en la acera ya. Pegados a la pared y acorralados. Roberto buscaba a su alrededor una solución. Virginia abrazaba a Maara. Estiven empuñaba su defectuosa arma. Hermócrates se aferraba al la madera de su reciente bastón. Morirían ahí, como todos. Y eso estaba bien.
- No, pues. No - aseveró Roberto, - no me voy a joder. No aquí, no ahora.
- La pinga, weón. - Estiven estaba inquieto, se aferraba al revolver con sus dos manos. - La pinga, puej.
Al ver el espíritu de los muchachos Hermócrates empuñó su palo. Estaba decidido a atravesar como lanza los ojos del que se le acercaba por el frente, pero ¿y eso qué lograría? Más de 20 infectados o más se acercaban por todas las esquinas, todo su campo visual. Mirar más allá sugería otras sombras que se alzaban en la penumbra. No había nada que hacer alante. ¿Quizá atrás?
La pared contra la que estaban pertenecía a una de las casas adineradas de Maracaibo, por lo tanto se esperaba que tuviera protección eléctrica. Hermócrates miró hacia arriba: efectivamente, un alambrado eléctrico impedía que algún improbable atleta lograra atravesar la altura del muro. Nada, pero esto no es una situación de atletas ni mucho menos "Si no saltamos esta vaina nos comen tal cual chicharrón en domingo e fiesta". Y listo, no hay más que decir.
- A ver, mariquitas. Vamos a saltar el muro.
-¡La pinga! - Empezó a decir Estiven
- Ay verga, ¿tanto te gusta la pinga, mijo? Que vamos a saltar el muro dije ya.
- Pero señor Hermócrates, eso está con cercado eléctrico. - Argumentó Roberto.
- ¿Le teneís miedo a la corrientica papá?
Hermócrates le pidió la pata de gallina a Roberto, y puso sus manos en el muro.
- Apúrese, señor...
Los lemnosos se acercaban a paso seguro, a menos de 10 metros.
La mano de Hermócrates dudaba.
"¿Quién le tiene miedo a la corrietica, pues?"
7 metros.
La mano de Hermócrates seguía ahí.
6 metros.
- ¡Vergación si te váis a chamuscar, chamuscate, coño! - Gritó Estiven.
A 3 metros de que los lemnosos llegaran a donde estaban los acorralados Hermócrates se dio cuenta de que esa casa llevaba siglos sin que le funcionara el cercado. Se había dañado en el apagón meses atrás y no había habido forma de repararlo. El dueño de la casa, ahora un lemnoso cualquiera, estaba muy seguro de que nadie podría atreverse a tocar el alambre. Afortunadamente, se equivocó.
Ya adentro, Hermócrates corrió a la puerta. En el camino vio una podadora que pensó podría ser util luego. Siguió corriendo. Encontró la puerta, cerrada. Intentó abrirla, no hubo forma. Necesita llave. Corrió a la casa, puerta cerrada. No puede entrar a buscar la llave. "Coño, coño, coño, coño, coño" pasaba sus manos por las cienes apretadas de sangre presionando su cabeza. Corrió de nuevo a la pared, decidió ayudarlos a subir uno por uno. Se encaramó, ya no había nadie.
- Tenemos que regresar por tío.
- ¿Qué tío?
- Dejamos a alguien dentro de esa casa.
- Dios mío muchachos... No sé, no creo que podamos.
- Papi, tenemos que poder. Es un ser humano, por dios.
- A mí no me parece.
- Isa, hay que volver.
- ¡Pero ya estamos los que estamos! No sé, a mí no me parece.
- Vamos a volver, Isa - Dijo la madre Faccini, que en vía de escape con su esposo e hijas, vio al grupo urgido y atropelló a algunos de los atacantes. Ahora está dando media vuelta a su camioneta y atropellando a uno que otro infectado.
- Mami, los podrías evitar...
- ¡Eso intento!
Frente a la casa donde había entrado Hermócrates se aconglomeraban varios grupos de infectados. Parecían desorientados, pero al ver el movimiento del carro, empezaban a buscarlo torpemente. Estacionaron, gritaron el nombre del tío, nadie respondió.
- ¿Y dónde coño se metió el tío, puej? - Preguntó Estiven.
La respuesta vino en un bramido estruendoso, un chillar de cauchos y la aparición de una van blanca. Hermócrates manejaba, se detuvo frente a la camionta de los Faccini.
- Se van con ellos o conmigo - Aseveró Hermócrates.
Los sobrevivientes se miraron, y hubo un entendimiento mutuo. Estiven, Roberto halando a Andrea, Virginia y Maara se bajaron y subieron a la van blanca. Mientras arracaban escucharon los gritos. "¡Vayan al puente, no al norte! ¡Por el norte están cerrando definitivamente el paso!"
- ¿Y esta camioneta? - Preguntó Virginia.
- No preguntéis mija, que ya nos fuimos.
- ¿Y esta camioneta? - Preguntó Virginia.
- No preguntéis mija, que ya nos fuimos.
El rugir de los carros murió dejando espacio para el silencio, y el arrastrar torpe de los pasos muertos. Lemna, lemna, lemna. Verdes, vomitantes, sangrantes, lemna. Suben a las bancas, juegos para niños de la plaza Canta Claro, carros abandonados, sillas de wachimanes. Se tumban entre ellos, se muerden. No saben dónde están, son parte de una fuerza mayor, o menor, o consecuencia. Aún nadie lo sabe, aún todos le temen.
Aún hoy huyen.
esperando el proximo =D
ResponderEliminar