Día 5, tarde
- ¡Entra al carro, Antonio!
Antonio, una vez más, no hacía caso, como cuando Yocasta le cantaba aquella canción en sus años de novios. Estaba ahí parado, haciendo frente a la manada. Detrás de él una marea de gente corría, tropezaba, pisaba a las pobres víctimas de la estampida, se tragaba el recuerdo de la última cola de Maracaibo. Pero no él, no Antonio. Ya a él, qué. Ya a él le daba igual. Su esposa debía correr, ella sí. Sus hijos salvarse, cómo no. Cruzar el puente, sí, que estaba ya a unos metros de distancia.
Si Antonio volteara, vería la marea, vería el puente, vería un montón de soldaditos desesperados tratando de ver qué hacer con esos fusiles - capaz y hasta se los dieron desarmados a los coñoemadres -, apuntaban y gritaban, nadie les paraba media bola. - Arbolitos de navidad - diría Antonio, si volteara.
- ¡Papi! - Gritaban los niños - ¡Vení, papi!
Se desgañotaban en llanto, pero Antonio no volteaba. Ya no, ya qué. No más correr de esos pendejos.
5 días de miedo, 5 días de angustia, de no saber qué coño hacer ni a quién coño preguntar. 5 días de mariquitas hablando de salud y epidemia en la tele, de la lemna, y de qué-coño-le-va-a-importar-a-él. Gente, rumores, que si irnos pa' alla o pa'cá. Mierda. Es mierda y ahora le sabe a lo que es, pues. A mierda. Le sabe a reverendísima mierda. Y ojalá le hubiese sabido a mierda antes, pa' no andar con tanta mariquera.
- ¡Nos vamos, Antonio!
Que se vayan. Eso es lo que espera Antonio. Eso y la lluvia. Le gustaría eso, una lluviecita, chico, y un cigarrito pa cerrar el telón como es. Como es, pues. No con esta lloviznita de mierda.
- Llovizna... coño - murmuraba Virginia en la ventana. La tripulación de la Van cabezeaba mientras dirigían huida al norte, - lo peor que puede pasar ahora es una llovizna.
- ¿Y eso por qué, mi doc? - Preguntó Estiven.
- Son hongos, lo que está causando esto. Ya les dije... Y los hongos crecen...
- En humedá... - respondió Estiven mirándose los pies, y una gota de sudor frío recorrió su espalda - ¿O séa que van a crecer los vergos esos?
- No sé, no creo. Bueno, los infectados no. Pero los hongos... pueden reaccionar de una manera impredecible.
- ¿Impredecible cómo?
Antonio no entendía por qué tenerles miedo a esta gente. Bueno, sí, entendía, pero no entendía el pánico. Son lentos, son bobos, el problema es que son muchos. Si todos los mariquitos que están corriendo ahorita se unieran para darle de coñazos a los lemnosos, puede que no sea tan fea la vaina. Quizá hasta podrían sobrevivir, salir de ahí, habiendo pegado una buena coñiza, y respirar de nuevo la tranquilidad aburrida de tener que ir mañana al trabajo, quizá esperar a la noche y comerse unas asquerocitas, como es, pues. Como es.
Mientras pensaba esto, Antonio no se percataba del silencio a su alrededor. La bullaranga ahora provenía de la entrada al puente sobre el lago. ¿Tiros? ¿Son tiros? - No creo, no creo que le hayan dado balas a los soldaditos esos - ¿Y si sí? ¿Y si están matando gente? - No seria la primera vez.
Gente que escapa de la enfermedad que los quiere infectar a mordidas, o gobiernos, lo mismo da. La misma mierda, y a la misma mierda sabe. Ya a él qué. Ya qué.
Los lemnosos se detuvieron en seco.
Los infectados miraron al cielo con ojos perdidos, buscaban algo, o acomodaban su cuello. Difícil ver desde donde estaba Antonio.
Bajaron la cabeza.
Se quedaron ahí.
La lluvia arremetió de repente, arropando la cola de carros abandonados, y a este gordo maracucho en la carretera. Este Antonio que presentía. Escuchó un helicoptero, no quiso mirar. No quiso quitar la vista de los infectados, que ahora lo miraban a él, a los carros, a la cola, y más atrás de él. Cerró los puños.
Esto ya no salió en las noticias.
Desesperados, como arañas en el agua, como cucarachas escapando con patas rotas, los lemnosos se empezaron a desplazar con las cuatro extremidades, sin ningún sentido de preservación del cuerpo o de la elasticidad. Se contorsionaban mientras a la velocidad de los caballos se acercaban a Antonio.
Hacían más ruidos que de costumbre. Sus bocas ahora despedían más baba verde y más ruidos ahogados y espesos. Sus huesos sonaban mientras se requebraban, sus músculos se desgarraban y no paraban por nada.
Pronto alcanzaron a Antonio, quién empezó a patear y golpear lo que pudo, pero con un blanco tan movil y de movimientos tan despesperados era difcil no atinar solo a una mano, pie, brazo. Se le montaron encima, y lo último que vio fue el cielo cerrándose negro.
Ay, sol. Este maracucho te quería ver una vez más.
Una vez más.
Dientes, piel, músculos, visceras, sangre,
sangre,
sangre.
Una explosión.
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