26 de junio de 2011

Capítulo 9: Resucitó de entre los muertos II

Día 3: hacia el medio día

Bastó que se llenara apenas una barrita del marcador de señal en todos los wi-fi, edge, 3g, gsm, y redes en general de Maracaibo para que las máquinas se volvieran a encender; el campaneo electrónico de los sistemas operativos arrancando dio paso a los múltiples accesos. Los muñequitos fértiles del msn hacían su entrada, iniciando sesión, bienvenido a skype, tiene 591 mensajes sin leer, cadenas más que todo: “zombis en Maracaibo, llegó el apocalipsis, la lemna nos cubre” y toda clase de alarmas que pocos se detenían a leer antes de finalmente destilar su hambre de noticias colocando el nombre de usuario, la clave, bienvenido a Twitter.

@UmbertoconT: ¡MARDICION CON CANTV!!!!! ¡NO JODA!!!!

@Ratax_xxx: Yo siempre tuve internet, pendejos.

@mepicapica: La falta de señal fue intencional. Fueron “medidas de seguridad” que hizo @chavezcandanga. #Malditoschavistas.

@mepicapica: El gobierno nos quiere cerrar para impedir que la enfermedad se propague por el resto de Venezuela, RT.

@UmbertoconT: @mepicapica no seas ridícula, escuálida de mierda. Hay rumores de que Chávez está en Cuba, y que está infectado.

@mepicapica: Por personas como @UmbertoconT es que el país está como está.

@Ratax_xxx: @UmbertoconT @mepicapica Ay verga, ya pues. Como que Chávez o USA mandaron a hacer la lemna. #intensos.

@mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@vanehime: RT: @lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@frodiana +10000 @vanehime: RT: @lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@viviana135_5: No, ya, en serio. Ahora que tenemos acceso a internet. ¿Alguien sabe qué pasó?

@Opato_cua_cua: @viviana135_5 Fueron los apagones, dijeron en informes oficiales. Problemas con la electricidad, aunque por ahí no descartan centrales infectadas.

@viviana135_5: @Opato_cua_cua¿En serio así? ¿Tanto se ha difundido?

@Opato_cua_cua: @viviana135_5 Mira, aparentemente en la mayoría de los hospitales y ambulatorios hay al menos un caso.

@Ratax_xxx: Para @Opato_cua_cua y @viviana135_5… con amor: http://grooveshark.com/s/El+Mundo/2CkNz9?src=5

@viviana135_5: Por aquí no hay cómo salir. Los conserjes dejaron salir que si el segundo día pa comprar víveres, y luego cerraron todo.

@Ratax_xxx: Mientras tenga mi musiquita, todo fino.

@elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Opato_cua_cua: Verga, mal RT @Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@viviana135_5: Tengo que estar de acuerdo: @Opato_cua_cua: Verga, mal RT @Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Perolitass: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@RobertOMMM: RT @Perolitax: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@melissapineda: Me iba a morir #foreversinpin @Perolitass: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@Perolitass: HEEEEY mi gente, ve que la rumbita en @ateneopop no se ha acabado. Miren este RT.

@Perolitass: RT @ateneopop: Ni con lemna se acaba la pizza en @ateneopop. Contamos con seguridad especial. No temas en visitarnos =D

@Ratax_xxx: @Perolitass Verga sí, tan buena la pizzita verde que deben tener.

@Perolitass: @Ratax_xxx Estúpido, ya ellos tiene esprai anti lemna y eso.

@Ratax_xxx: verga, pero es que hay gente estúpida.

@pipopapipopa2: Y en Rasta Bar dicen que hasta con #lemna tienen #buenavibra

@Madrelengua: RT @pipopapipopa2: Y en Rasta Bar dicen que hasta con #lemna tienen #buenavibra

@RobertOMMM: Reportando desde el centro. El hospital central se ve vacío desde afuera. No se ve un alma por todo esto.

@Ratax_xxx: @robertOMMM ¿Y qué hacéis ahí muchacho loco?

Nadie. No había nadie en toda la fachada del hospital central, cuya entrada parecía más la cara de un museo que la de un centro hospitalario. Usualmente, recuerda Roberto, había mucha gente en las distintas entradas del hospital: enfermos y visitantes, claro, pero también vendedores de todo tipo. Podías conseguir desde una buena película para disfrutar de tu hospitalización o espera, hasta el mejor café negro que Roberto haya probado en Maracaibo. Ahora nada, ni nadie. Estaba completamente desolado.

Guarda su iphone en el bolso, cerca de su ipad, y nota que mientras se distrajo, Hermócrates y Andrea se han alejado de él, acercándose a la entrada. Apura el paso y los alcanza. La luz de la mañana también los alcanza al abrir las puertas y decepcionarse un poco: no encuentran ninguna escena de horror. No hay brazos ni piernas ni cabezas regadas, ni una sola gota de sangre en el suelo, sólo desorden. Ahora que lo piensa menos mal que no hay nada de eso. Ellos están entrando ahí de lo más ¿cómo es que le dijeron el otro día mientras jugaba call of duty? ¿Boleta? Algo así, sin armas, sin tubos, sin zapatos duros para al menos pegar un puntapié. Años de juegos de video le han enseñado a Roberto que con buenas intenciones no se salva a la princesa. Al menos un honguito, al menos, siquiera.

A Andrea se le ocurre gritar, llamar a Karina, pero no lo hace. ¿Cómo haría para encontrarla? El Hospital Central es grande, y no tenía ni idea de qué carajo hacía Karina ahí.

- Capaz y visitaba a un familiar – sugirió el tío, como leyéndole la cara de consternación.
- Yo creo que me hubiesen dicho, cuando llamé.
- Verga, si no te dijeron ni que estaba en el hospital. Esos carajos o no saben, o se hicieron los locos.
- Qué hijueputada, no creo – responde Andrea.

Hermócrates, por su parte, miraba cada lista que encontrara, cada mapa de pasillos, cada letrero. Parecía buscar algo, pero en sus ojos estaba esa mirada indescifrable que su familia siempre reconoció como señal para no preguntar. Tenía sentido que buscara algo personal, no podía ser que el tío hubiese venido al Central nada más para buscar a Karina, o para hacer el favor a la sobrinita. Se detiene, finalmente, ante un mapa de los pasillos. Parece ubicar algo.

- Yo sí creo que la vaina fue por visita. Digo yo, digo yo, que está en el primer piso.

El camino a las escaleras es tranquilo, les permite detallar más el desorden en el que está el hospital. Carpetas y papeles, luces mal apagadas, algún zumbido de algo medio encendido, nada muy distinto al día a día de un hospital público en Maracaibo. Andrea saca su celular, busca a Virginia en sus contactos, sms, redactar: “Virgi, estamos buscando a Karina”. Enviar.

Recibido. Virginia lo lee. Sube la cabeza, mira a los hombres mientras arreglan el problema de la alarma, finalmente el chillido insoportable deja de sonar; está aún aturdida, por el previo ruido, por la nueva noticia, por el hambre. Vuelve al celular. No sabe qué decir. Ya sabe. Redactar: “¿Estás loca? ¿Con quién estás? ¿Cómo está eso?” Enviar.

Virginia se ha puesto las manos en la sien. Está a reventar, la bulla en su cabeza. La niña lo nota, la abraza, y le susurra un sí suavecito, aceptando a quién sabe qué cosa, o invitándola a aceptar.

- ¿Un pastelito? – Ofrece Estiven en una grasienta bolsa de papel.
- No, no. Gracias. – Virginia se cuidaba incluso en el hambre.
- ¡Sí! – A la niña no le importó.

Bajan al nivel feria, de nuevo. Aparentemente el sistema de alarma se soltó quién sabe por qué en la tienda de ropa, en la cual no había nadie ni nada. Revisaron muy bien. Estaban solos en el centro comercial.

Ya en el nivel feria se relajaron. Sí, los lemnosos estaban merodeando las afueras del centro, pero ahí adentro tendrían comida si rompían un par de seguros en las tiendas. Tenían televisores, comunicación (al fin), y hasta entretenimiento. Podían estar ahí un buen rato. Y en cuanto a las familias, tanto Virginia, el guardia y Estiven, estaban seguros de que estaban bien. Maara, por otro lado, no necesitaba saber mucho de sus padres, así como sus padres no necesitaban saber de ella.

- Ajá, doctora. ¿Qué es esta vaina? – Pregunta el guardia.
- Escuché que era un parásito. Que se aloja en la médula.
- Esa vaina tiene que ser mojón. Pa controlar así las mentes tiene que aflojarse en el cerebro de los difuntos. – Comenta Estiven.
- No, no están muertos. Y, pues, la médula es parte del sistema nervioso, regido por el cerebro. No es tan raro.
- No joda, doctora. Me vais a decir que son muertos que están caminando, ¿y que la vaina no es tan rara? Váyase pa la mierda, pues – se ríe el guardia.
- Ya les dije – repite Virginia fastidiada – no están muertos.
- ¿Están de parrandita?

Virginia no puede evitar reírse un poco. El guardia, sin tapujos, suelta la carcajada sosteniéndose la panza. Estiven no se ríe, no comenta.

- ¿Cómo se llaman ustedes?
- Estiven González
- Juan Pérez
- ¡Maara!
- Ya yo sé, amor, que tú te llamas Maara
- Ajá, pero nosotros no sabíamos. Mucho gusto Maara.
- ¡Sí!
- Entonces, un parásito. ¿Y ya están dándole con la cura?
- No sé. Estábamos investigando en el Coromoto, pero ajá. Tampoco los militares nos dejaban trabajar bien, con tanta restricción. También que la enfermedad es muy dura. Se propaga muy rápido.
- Sí- dice, sombríamente, Estiven. Nadie indaga en su respuesta.

Hay un silencio, roto por los sonidos de los pasos del guardia, que se ha levantado y camina a uno de los puestos centrales de la feria. Sushi, no. Dulces, quizá, por ahora. Rompe algo, nada suena. Las alarmas están desactivadas. Saca comida, bebida, y lleva a la mesa. Comen. Comen más. Los chocolates y dulces se agotan rápidamente. Fiesta de sonidos de bolsitas plásticas.

- Con esto no nos bastamos – dice Virginia.
- Sí, bueno. Yo sé. Tenemos que abrir uno de los locales fuertes, pero ajá. Me da ladilla ahorita. Más tarde, cuando haya como más hambre.
- Yo tengo hambre – murmura Virginia.
- ¡Sí! – Agrega Maara.

Ni modo, deciden pasear por el centro comercial, chequear las entradas. La salida al lago, caminantes desfilan a lo lejos, cerca de la orilla, se suben a la tarima, y se quedan estáticos ahí. La entrada lateral, nadie: los que se vieron caminando por ahí hacía horas ya no están. La entrada principal, peligrosa: infestada de personas con lemna. Parecía una manifestación, o la entrada a un concierto. Cientos de personas se agolpaban en la puerta, golpeaban con torpeza, ni cercanamente con fuerza como para astillarla. Pero igual, el peso de cientos de personas apretujadas y despreocupadas por su salud física podía hacer ceder a las puertas de vidrio. Valdría la pena reforzar a tiempo.

- ¿Pero por qué aquí?
- ¿Ah? – Responde, desconcertada, Virginia, ante la pregunta del guardia.
- Por qué se agrupan aquí. O sea, en las otras puertas no hay nadie. En esta sí.
- Capaz y porque es la principal – responde Estiven.
- Puede ser, – dice Virginia, pensando – puede ser. Pero es raro. Además de ser la entrada principal ¿Qué otra cosa distingue esta entrada?
- Por aquí entra la mayor cantidad de gente, cuando el edificio funciona. - Intuye el guardia, imaginando alguna memoria en la mente de los lemnosos.
- Sí, pero dudo que los infectados tengan esa clase de recuerdo.
- ¿Por qué no?
- Pues – Virginia siente fastidio de explicar – digamos que, por la enfermedad, no creo.
- Ah, bueno. Entonces, no sé. Es la más grande. No, mentira, la del lado es más grande. Ah, es más alta.

Claro, es la más alta. Virginia recordó a los lemnosos que se subieron a la tarima frente al lago, en la entrada trasera. Están buscando altura. Por eso se agolpan en la entrada principal, por eso se suben a la tarima, y por eso quieren entrar. No son zombis buscando comida. Son enfermos que, por alguna razón, buscan altura, y el lugar más alto y accesible de por ahí, es el techo del centro comercial y de los edificios aledaños.

- Buscan altura – les cuenta Virginia, e inmediatamente saca su celular, escribe a Andrea “No suban NINGUN piso, es MUY IMPORTANTE” Enviar.

Recibido. Andrea lo lee, muy tarde.

19 de junio de 2011

Capítulo 8: Resucitó de entre los muertos.

Día 3: Mañana

A pesar del forro de papel ahumado que cubre al centro comercial Lago Mall, las luces de la mañana logran abrirse paso por las paredes de vidrio, bañando el nivel feria con los colores de un nuevo día. Más arriba, en el siguiente piso, cerca de la librería, duermen, cada una en un banco, la dama y damita que hace apenas horas atrás escapaban del Hospital Coromoto. Sus caras se aplastaban contra la incómoda madera, que no parecía tan incómoda ante el cansancio del ayer vivido. Plácidas, labios relajados y bobos, babeados. Calzado fuera, media mal puesta, la bata en forma de almohada para la niña, Virginia durmiendo a pierna suelta y brazo colgando. Quizá roncaban. Quizá soñaban, con el bullicio que debió haberlas despertado de ser este un día normal para Lago Mall, un día en que se llenara de compradores y comensales, la misma cosa con diferente boca. 

- Arriba - le dice a Maara mientras la mueve ligeramente, - arriba que tenemos que ver cómo nos comunicamos con alguien para que nos venga a buscar. - Virginia mira a su entorno. Lago Mall está ahí, iluminado por la mañana. Es exactamente idéntico al Lago Mall que siempre había visto. Pero no. Hay algo, o falta algo. Y no es la gente. - Vamos, Maara, ¡arriba! ¡upa! - Invita mientras da unas palmadas - Arriba, que hay que buscar que comer, - dice ahora para sus adentros. 

Desde que salieron del Coromoto no habían visto a más nadie que a las sombras. No sólo no habían visto a nadie, sino que tampoco habían escuchado nada. Apenas el rumor de un carro en la lejanía, el pique de unos cauchos, quizá alguna carrera de carros modificados, maracuchos todavía creyendo que se parecen a Vin Deisel en Rápido y Furioso mientras estacionan sus "naves" en los puesticos y se comen un patacón con pernil, para abrir el apetito. 

Ahora que lo piensan tampoco habían visto puesticos. Ni carros, ni gente, ni bulla, ni señal: su celular, revisa ahora, sigue sin ni una barrita de señal desde ayer. ¿Cómo carajo iba a llamar para avisar que estaba ahí? Bueno, justo ahora eso no importaba. Hambre, es lo que había. Algo de comida debían encontrar mal puesta en el nivel feria. Tenían mucha hambre, o por lo menos ella tenía e intuía la misma sensación de la cara fastidiada de la recién despierta Maara. 

- ¿Qué quieres comer? 
- Vomita.
- No, tienes que comer algo mejor. Algo más nutritivo, chica. No puedes estar a punta de gomitas. 
- Ahm. ¿Melo? 
- ¿Caramelo? 
- ¡Sí!
- ¡No! Tienes que comer pollo, o carne - enumeraba mientras bajaban las apagadas escaleras eléctricas- o pan, o algo así. ¿No te gusta la idea? 
- Sí... - pensaba Maara, en voz alta. 
- Bueno, hay que ver qué hay por ahí. Lo agarramos, y dejamos la plata. ¿Ok? 
- ¿Bolo?
- Sí, bolívares
- ¡Sí! - Aplaudía entusiasmada la niña. 

El nivel feria, más de 10 tiendas de comida y todas cerradas, selladas, protegidas con vidrio, plástico irrompible y candado. No puedes comer, te dicen sin decirte. No mientras no me pagues. Todo lo que está aquí es mío. No tuyo, no. Mío. El mensaje visual impacta el estómago de Virginia, que no consigue forma de abrir la nevera de una de las tiendas; pero no el de Maara: ella estaba acostumbrada a saber que las cosas, sobre todo las cosas comestibles, no eran de ella. He ahí su delgadez. 

- Ay Maara. - Lamenta Virginia con unas barras de chocolate en la mano; lo único que pudo conseguir,- parece que sí vas a comer dulces. 
- ¡Sí!

5 Chocolates después, suben al nivel anterior y se dirigen a la tienda Sony. Televisores, radios, algún electrónico que pueda servir de guía. Con suerte se encenderían de forma automática para promocionarse, y puedan enterarse de algo a través del vidrio de la tienda, pero cuando llegan ahí descubren que su suerte es mayor: la tienda está abierta. "¿Qué pasa, pues? Primero las puertas laterales de Lago Mall, y ahora ¿esta tienda también?" Ambas abiertas sin que nadie avisara ni razón de ser. ¿Será que hay alguien dentro de Lago Mall? ¿Algún vigilante? No se les había ocurrido. Llegaron al centro comercial apenas con energía para sorprenderse de su suerte, entrar, mal cerrar las puertas y tumbarse en las bancas. No se les había ocurrido, por ejemplo, gritar a ver si en el eco de la estructura vacía alguien respondía. No lo hicieron ahora tampoco. Virginia temió por la calidad de las personas que pudieran estar dentro. "¿Y si es un choro? Digo, porque con la suerte que hemos tenido, mirá". 

Entran a la tienda y antes de llegar a los televisores las sorprende un aparatito que se ha quedado en el suelo, quién sabe desde cuando. Se acercan, un blackberry. Virginia lo recoge, lo revisa, le parece familiar. Sí, es familiar, la calcomanía de florecita rosada, tan detestable y parecida a las "chinita cuidame" que ha estado de moda en los carros. ¿Qué coño hacía el celular de Karina aquí? Lo intenta prender, no tiene batería. Lo abre, saca la batería, no tiene tarjeta sim. Es el celular robado de Karina, que algún ladrón estúpido ha vendido a alguien más estúpido que ha venido a Lago Mall y ha dejado botado. ¿O será que esa persona todavía está aquí? Voces. 

- Pero bueno chamo tú eres güevón. ¿Cómo que no cerraste la puerta, pues? - Se acercan, las voces se hacen cada vez más claras. - Pero es que hay que ser bien bruto, pana. Anda a cerrar esa vaina. Yo voy a buscar el celular en la tienda de... 

Un par de hombres, un guardia del centro comercial y un muchacho moreno, mal parecido, sin camisa y pantalones cortos.  El guardia es del turno nocturno y está esperando a su cambio, que no ha llegado, o así se perfila en la imaginación de Virginia al ver tales ojeras. El chamo, ¿Qué le habrá pasado al chamo? 

- Señorita, señoritas. - Les dice el guardia, alejándose y con cuidado - ¿Me escuchan? 
- Sí, señor. No estamos contagiadas. Soy doctora del Hospital Central. 
- Uy, pana - se queja el chamo - escuché que esa vaina se infectó. No loco, vamonós. No les hagáis nada, pero vamonós, loco. Vamonós - implora el chamo. 
- En serio, soy doctora, y estuvimos trabajando con la enfermedad, y puedo dar fe de que no estamos contagiadas, ni la niña, ni yo. 
- Disculpe, señorita, es que no podemos estar seguros. Entenderá que le pidamos que se retiren del centro. 
- Señor, por favor. 

El guardia se pone la mano en el cinturón, ahí tiene un aparato. Está nervioso y alarmado, el chamo detrás de él lo está más. Pero no, no era sólo nervio. El chamo estaba aterrado, realmente desestructurado por el inmenso miedo que le hacía temblar la mirada en su morena cara de pobre bigote. Mejor no hacer nada estúpido, mejor no acercarse. 

- Ok, si nos tenemos que ir nos vamos, pero al menos respóndanme unas cosas.- Pide Virginia. El guardia se lo piensa, y finalmente accede: 
- Dale. 
- Ok. ¿Cómo entraron aquí? 
- Yo trabajo aquí y el chamo entró en la madrugada. Yo lo ayudé después.
- ¿Qué han sabido del resto de la ciudad? 
- Lo del Central, lo del Coromoto, me dijeron que y que hay una nueva en el Universitario, y que han visto infectados en la Limpia, pero usté sabe cómo es la gente. 
- Ok. Aún es controlable. 
- Así dijeron, pero ya no han dicho más nada. En tele no hay nada, en radio no hay nada. No sabemos más nada, señorita. 
- Ok, ok. Ajá, y este celular ¿Saben de quién es? 
- Mío - suelta el chamo. 
- Bueno, es de una amiga. ¿Cómo lo consiguió? 
- Me lo encontré. 
- Ya. Ok. Me lo voy a llevar, para entregárselo a mi amiga. ¿Ok? 

Estiven no lo piensa mucho. Que se lo lleve la coña esta. De alguna manera u otra ese celular comenzó la desgracia. Si no hubiesen salido a buscar ese maldito aparato no se hubiesen encontrado con el coñito de mierda ese, al que Yefrexon le cayó a coñazos, y al que no volvieron a ver sino hasta la noche anterior, ¿o la anterior a la anterior? Ya no se acuerda. Ya no se acuerda. Ya no se quiere acordar. De Yelexy, y mucho menos de sus sobrinitos, hace apenas tan pocas horas en el carro en la avenida Delicias a toda velocidad y con un Yefrexon que tose y tose, toda la noche, y deja de hablar. Yefrexon, qué te pasa, qué te pasa. Nada. No pasa nada. Tose. Los niños, lerdos, no miran hacia ninguna parte. Cruza aquí, vamos pa que tía Yolanda. Cruza en 5 de Julio y Yefrexon tose que tose y los niños lerdos. Estos coñitos, ¿Están infectados?

Detén el carro. Bájense, ¿qué pasa pues?

- Loco,  ¿Te resuelvo unas pastillitas? La tos esa 'fa fea güevón. 
- Dejá así, maricón. ¿Pa qué parastes? 
- Bueno loco, porque 'tais tose que tose, y los carajitos estos no dicen nada. 
- Marico tengo gripe, gran verga. Y por que paréis no se me va a quitar. Vamos pa que tía Yolanda, que esa nos resuelve, al menos por hoy, y mamá seguro que está por allá. 
- Ajá, loco, ta bien. Pero al menos tomate una verguita, no sé. 
- Dejá la mariquera y vamonós.  

El carro no arranca. Vuelve a girar la llave. El carro sigue sin arrancar. Hace un sonido apretado, la maquinaria se esfuerza por hacer la combustión, pero termina en un suspiro ahogado. El carro no arranca, "mierda". Se bajan. Hay gente en la plaza, pero por lo que se ve no tienen carro: el único estacionado a un lado de la plaza es que ellos han robado. Bueno, un güevón que atraquen y pueden llamar un taxi, o pagarse el taxi, o pagarse el alguito pal enfermo. Estiven y Yefrexon se acercan. Los niños, traumados, se les pegan atrás: no los dejan solos. Cojones que vieran un atraco a estas alturas. Acechan, atacan, se frenan. 

- ¡Mardición! ¡Estos vergos son peor que Drupi! 

La gente en la plaza está infectada, hay como 10. ¿Qué hacen aquí? Sin pensarlo mucho se voltean, corren hacia el carro. Los niños gritan. No hay problema, piensa Estiven. No hay problema. Se voltea, atrás está Yefrexon, y los niños, corren, y más atrás están dejando a los infectados. No hay problema. Sigue corriendo. No hay problema. Se voltea, ¿Qué hace Yefrexon? ¿Por qué se para? ¿Qué hace con los niños? ¿Por qué los empuja? ¡¿Por qué se los entrega a los lemnosos?! ¡¿Por qué los lemnosos no persiguen a Yefrexon?! Y Yefrexon le grita a Estiven - ¡Corramos güevón! ¡Con los carajitos se distraen! - Y él se voltea hacia Yefrexon con el celular en la mano y la pistola inservible en la otra.

El celular está ahora en las manos de Virginia, ya no tendría nada que ver con él. Ya no tendría que ver con los últimos gritos de los niños "¡Tía, perdón, tía! ¡Tía no me quiero morir! ¡Tía, perdón! ¡Ya no volvemos a dañar la Play! ¡Tía ayúdanos! ¡Tía, me duele tía! ¡Me duele!". Ya no tendría nada que ver con el cachazo que le clavó a Yefrexon en el cráneo, el cual cedió con un sonido húmedo y se derramó en la acera; con la ira y la desesperación que lo inundó en ese momento, probablemente las primeras grandes emociones que sentía desde hace mucho y que, por falta de práctica, no supo manejar. Qué sabe él de toda esta mierda. Qué le importa. Que se lleve el celular manchado se sangre y que se vaya por ahí, por donde se va, hacia la puerta del centro comercial, a la que se acerca con la guajirita que se trajo y no termina de salir, porque la alarma del centro comercial ha comenzado a sonar y la bulla ensordece de tal manera que lleva a Virginia, a Maara, a Estiven y al guardia a taparse las orejas. Instintivamente Virginia, que se ha imaginado lo peor, empuja una de las bancas a la puerta que estaba abierta e intenta trancarla sin mucho éxito. Intenta resolver, empuja, hala. Nada que funcione. El guardia y Estiven se han apurado a socorrerla, levantan la banca y trancan la puerta con la misma. 

Es justo entonces cuando ven el desfile de hipnotizados por la enfermedad caminar en las afueras del centro comercial, en el estacionamiento. 10, ahora 20, ahora más, ahora no se pueden contar. 

- La putísima Virgen del Chiquinquirá nos jodiera un poquito más, vergación - reclama Estiven. 
- Coño... coño... coño... - Virginia se lleva las manos a la boca. 

Junto a la alarma ahora suena otro sonido electrónico. Muy familiar, es el clásico ring del Blackberry. Virginia revisa el de Karina. Nada, sigue muerto. Ahora mira al guardia, que intenta agarrar contestar su teléfono en medio del desconcierto para encontrarse con una llamada perdida. 

- Bueno, al menos me volvió el Edge. 

10 de junio de 2011

Capítulo 7: Y al tercer día…

Día 3: Madrugada

- … Resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, y está…
- Ay verga, mija, ya. Me vais a poner peor de lo que estoy. Ya no sirve, mija. Dios no va a meter la mano en esta vaina.
- … Todopoderoso. De ahí ha de venir a juzgar a vivos y
- Muerta, mija. Ya está muerta. Ya está muerta. Esta vaina se jodió. Esta vaina se la llevó quien la trajo. Nos jodimos, vieja. Vamonós. Vamonós antes de que sea peor.
- ¿Cómo queréis que me vaya? ¡Esa es mi hija! ¡Mi hija! ¡Mirá cómo todavía está bella! ¡Esta bella!
- Ya mi vieja. Vamonós pues.

No tan lejos de esa escena de sangre y lágrimas, el Hospital Coromoto agoniza. Virginia, Maara y el imbécil que trancó la puerta no lo saben, puesto que siguen encerrados desde hace horas, en la sala de emergencias. Maara tiene hambre, pero no llora: está acostumbrada a aguantar más de un día sin comer. Quizá dos, no sabe con certeza. Está triste porque hoy, a diferencia de todas las otras noches de su vida, no ha podido salir a ver la luna. No importa de dónde fuera, dónde estuviera, en qué puestico de comida de Indio Mara pidiera limosna o comida, siempre aprovechaba 5 minuticos para quedarse viendo esa bola blanca, tan buena, que no quema ni da calor. Al menos aquí estaba Virginia, la doctora que la había cuidado hasta entonces, que parecía una luna de blanca que era. Sí, una luna, que tampoco quema ni da calor, con punticos oscuros en la cara. Una luna con pecas. Una luna con pecas y muy brava, ahora, con el doctor.

- Pero bueno, imbécil ¿Es que nos vais a tener metíos en esta vaina, sin comida, sin baño, hasta que se cure la verga esa? – Había perdido los estribos. Gritaba y escupía contra el doctor que, sentado en el escritorio, miraba al suelo, sin responder ni reaccionar. Virginia se aprieta el tabique entre su índice y su pulgar, respira y continúa - ¿No tenéis nadie fuera del hospital con el que quieras hablar o algo? Coño, al menos un tío tenéis que tener al que quieras ver. ¡Nos tenemos que ir de esta vaina!

El doctor no responde. Sentado mira al suelo, sin mover nada. Si no fuera por el leve movimiento de su respirar, cualquiera podría pensar que se trata de una estatua y no de un hombre. O un hombre haciendo un buen estatuismo en un muy mal momento y lugar. Sentado, en el escritorio que bloquea la puerta doble, y detrás de él, el silencio de los pasillos.

Virginia resuelve por sentarse. Resignada, afloja su mascarilla para respirar un poco mejor. Sin el tapaboca una ráfaga de aire le besa la boca, el relajar de músculos se extiende por toda ella hasta despertar un perezoso un suspiro: está agotada. Ahora mira a Maara, sentada a su lado, y Maara la mira a ella, sentada a su lado, y las dos sonríen un poco. Son cómplices silenciosas de todo lo que suceda, y lo saben, quizá por esa fuerza secreta de la luna en todas las mujeres, o de la luna que reconoce Maara en Virginia. La pequeña se acurruca en la grande. Virginia nota: Maara huele a madera.

Mensaje recibido, Virginia voltea la mirada hacia donde está su celular conectado. El brillo de la pantalla le dice que alguien desde alguna parte fuera de este hospital le ha dicho algo. Se levanta, desgano, sus pies la llevan hasta el celular. Revisa “Virgi, que ha pasado? No has sabido nada más?”. Es Andrea. Responder: “No, Andre. Nada. No me puedo comunicar con su casa tampoco. Está todo muy raro. ¿Qué hace Karina por allá, pues?” Enviar. Desconecta el celular, se sienta al lado de Maara, mensaje recibido, revisa “No sé, loca. No sé. Roberto tampoco se ha comunicado con su familia, le sale siempre ocupado!” Otro mensaje “Tú ya te comunicaste con la tuya?” Responder “Sí, mi papá me dice que me puede buscar en Lago Mall, que busque cómo salir”. Enviar. Por eso tenía que salir ya, porque no sabía cómo estaba la infección fuera de esas paredes blanco infierno, y porque no sabía hasta dónde podía llegar la proposición de su padre. Los caminos estaban cerrados, apenas hasta Lago Mall hay paso y por el norte del Milagro, lo que quiere decir que todo Milagro hasta el Hospital Central está cerrado. La infección debe estar fuera de control. Mensaje recibido “Ay Virgi, escapate de esa vaina!”. Claro, qué fácil decirlo.

Deja su celular a un lado, descansa la vista, “demasiado blanco, demasiado tiempo” piensa. Lleva sus dedos a su tabique, se lo presiona, siente un jalón en la bata. Es Maara, está señalando a la puerta.

- ¡Al fin! Ya era hora de que nos dejaras salir – dice Virginia mientras se levanta, - vámonos Maara.
Pero el doctor no se mueve. Las mira, parece entenderles, pero da un paso. Se queda ahí mirándolas con ese temple triste y melancólico del que ha sido abandonado por todos y por nadie.
- ¿Qué le pasa, doctor? – Inquiere preocupada Virginia.
El Doctor tose. Virginia se asegura el tapaboca de nuevo, le amarra en la cara un trapo a Maara, vuelve a preguntar.
- ¿Doctor? ¿Me escucha? – Mueve una mano frente a la cara del monigote, ningún movimiento – Ay mierda.

El doctor se mueve, hace un sonido espantoso con su garganta, como si se quedara sin aire, y extiende sus manos hacia el frente, camina, torpe, seguro: tiene lemna. Virginia agarra de la mano a Maara y la lleva hasta el otro extremo de la sala, la niña obedece sin chistar. Ahora se voltea hacia el lemnoso caminante.

- Doctor, se lo advierto una vez. Si no muestra signos de conciencia, tendré que hacer lo que sea necesario para que no me haga daño ni se haga daño usted.

No hay respuesta más que el sonido desgarrador del enfermo. Ya casi la alcanza. Virginia, resuelta, levanta su pierna y coloca la base de su pie en el pecho del lemnoso. Empuja, y el enfermo cae. Se tambalea en el piso, se levanta torpemente, vuelve a caer, tose, vomita. El suelo queda lleno de una pasta verde – Asco, en serio se parece a la lemna- en donde el doctor pone las manos, se embarra de vómito, se resbala, vuelve a levantarse – Coño, coño, coño, coño. – Virginia mira a su alrededor, una escoba. La toma, la levanta, batea la pierna del enfermo, que cae, y sigue moviéndose tratando de alcanzar a su atacante. No queda de otra, Virginia, no queda de otra. No es tu culpa, Virginia, no es tu culpa. Dale, Virginia. Maara grita. Virginia asesta un golpe con la cabeza de la escoba en la cabeza del infectado, que al fin se ha dejado de mover.

-Perdón, perdón, perdón, perdón – repite Virginia una y otra vez, una y otra vez. El cuerpo en el suelo no responde.

Nada, mover el escritorio, eso es lo que tienen que hacer. Empuja, empuja. Un grito. El doctor está agarrado de la pierna de Maara. La madera de la escoba en las manos de Virginia se empapa de un sudor frío producto de la instantánea desconexión entre su mente y su cuerpo. A su mente le interesaba alcanzar a entender lo que sucedía, pero antes de formular palabras ya su cuerpo estaba en otras decisiones: se lanzaba con peso y salto hacia la cabeza del lemnoso, se aferraba a la escoba y dejaba caer la punta roma sobre el ojo. Falla, la nariz rota deja caer un líquido oscuro, apenas rojo, apenas sabe la mente de Virginia que aquello es sangre y el cuerpo se está dejando caer de nuevo sobre, ahora sí, el ojo, que hace un sonido húmedo y explota, derramando líquidos en el suelo: ahora el doctor es una verdadera estatua sangrienta. Sangre y vómito se mezclan en el suelo, un asqueroso cuadro abstracto de verdes y rojos sobre blanco. Maara suelta un llanto de ambulancia, Virginia suelta la escoba y consuela a la niña encerrándola en sus brazos. Cálido, el abrazo de la luna. Qué raro, Maara pensó que sería fría. Sigue sollozando.

- Ya, ya. Todo terminó, mi linda. Nos vamos. ¿Sí?

Abren la puerta de la Sala de Emergencia, Virginia chequea la hora en el celular: más de media noche. No se habían percatado de lo tarde que era, no sentían sueño. Virginia, acostumbrada a no dormir, entendía el por qué: el sueño es parte de una rutina compuesta de acciones y consecuencias. Cuando te levantas, te cepillas; cuando vas al baño, te limpias; cuando has experimentado la cotidianidad del día, en la noche tienes sueño. Hoy no fue un día normal, no se cumplió el mecanismo. Quién sabe cuándo se volvería a cumplir, cuándo volvería a tener una cotidianidad. ¿Qué viene después de todo esto?

Los pasillos vacíos no ofrecen ninguna resistencia, la salida del edificio está desprotegida, la caminata por el estacionamiento es un maratón para sus piernas agotadas. Alguno que otro cuerpo camina por esa oscuridad, pero ninguna de las dos quiere acercarse a preguntar. Frente a ellas, después de muchos puestos de estacionamiento vacíos, aparece la salida del hospital. Esto es raro. Tenían la información de que estaba bloqueado, ¿por qué entonces no hay militares, cordones de seguridad? ¿Por qué está todo tan vacío? ¿Por qué Maracaibo está tan callada un viernes a media noche? Escribe en su celular “Andre, ya salí. Voy a caminar hasta Lago Mall. Esto está solo. ¿Alguna noticia?” Enviar. No se envía. Reenviar. No se envía. Reenviar. No se envía. Qué raro. Marcar, últimas llamadas. Papá. Tono desconectado. Remarcar. No hay tono. Consulta de saldo. Error de sistema. “¿Pero qué coño pasa?”

En el tejido invisible de líneas telefónicas el mensaje de Virginia se quedaba trenzado con otros miles, de otros miles, que servían de barrera para que el mensaje de Andrea tampoco llegara y se reenviara, y se reenviara, y en su blackberry sólo apareciera la X de la mala noticia. No, el mensaje no ha salido, o no sabe. Andrea no sabe nada ya. Andrea está cansada de no saber y se lleva las manos a la cabeza.

- Cálmese, muchacha. Así no va a lograr nada.
- Tía, no me logro comunicar con mis amigos. Entienda.
- Ay mija seguro que están bien. Y tus papás, Roberto, también seguro que están bien también. No se mortifiquen. Virginia es una muchacha de su casa, es buena gente y buena niña. Y Karinita es muy linda. Qué les va a estar pasando.
- Sí, porque por bonita y por buena gente las pendejas no se enferman – resuena la voz de Hermócrates, víctima de la época en que Maracaibo ponía nombres griegos a sus hijos, y tío de Andrea, desde la cocina. – Ve, yo sigo diciendo que pa esa vaina hay que ir.
- ¿Pal Hospital? ¿Tais loco, muchacho? – Nasaléa la tía.
- Pero es que qué coño hacía Karina en esa vaina – no se cansaba de preguntar Andrea, - y ahora Virginia no responde tampoco.
- Las líneas como que están colapsadas. No agarro wifi, ni 3g, ni edge, ni nada – revisaba Roberto en sus aparatos.
- ¿Entonces? ¿Qué hacemos pues? ¿Nos quedamos aquí a esperar a que llegue la verga esa?

El tío Hermócrates, flaco, alto, con más pelo del que debería tener y de piel tostada, casi rojiza, sale de la cocina comiendo un pan con salchicha. Sus ojos claros estaban marcados por el humo del cigarro y por una tristeza escondida que nadie sabía interpretar. De esa melancolía, quizá nostalgia, salían sus rábicas acciones: todos los que lo conocen han aprendido a no saber qué esperar de él; si no eres de su familia, le tienes miedo. Por ejemplo ahora, su posición estaba fija en un imposible: discutía con todos sobre la posibilidad de buscar a Karina, a los papás de Roberto e irse a una zona rural hasta que la alarma infecciosa pase. Tras mucho revuelo y debate la madre de Andrea, voz casi ausente, puntualizó.

- Aquí nadie se va para ninguna parte, esperaremos a ver qué dicen los reportes de noticias y según eso nos moveremos. No hay más que hacer. No nos vamos a lanzar ni a héroes ni a nada. Dormir, es lo que hay que hacer.
- Pero qué reporte, mija, si la tele lo que está pasando es película – comenta la tía.
- Y desde hace rato en twitter no hay nada. Es más, no se me está conectando esto. - Agrega Roberto. Hermócrates, que no ve bien esas artimañas del nuevo siglo, le lanza una mirada aburrida y pregunta.
- ¿Qué hacemos, pues?
- Dormir – sorprende Andrea, – no hay más nada que hacer.

La madrugada del tercer día y Andrea está con los ojos abiertos mirando el techo de su cuarto. Tiene estrellas fosforescentes que ya no agarran ninguna luz. Las mismas estrellas que había visto la noche tras la cual estuvo con Karina. ¿Qué coño hacías allá Karina? Lágrimas. Ya salieron, ya no las puede parar. Se tapa con su edredón, quiere encapullarse en su cama, no salir hasta ser otra cosa que tuviera la valentía de decirle a su tío sí, sí voy, sí quiero, sí vamos al hospital, vamos Roberto, vamos a buscar a tu familia, ya no tengo miedo de ser Andrea, ya puedo ser quien quiero ser, fuera de este capullo, de este edredón, de esta casa tan fuera de toda la realidad de la ciudad en la que vivo, tan callada, tan muda, como yo. “Quiero una voz” piensa Andrea “Quiero una voz que me levante de aquí”.

- Andrea, Andreita – la mueve alguien, se despierta: - Andreita, levantate. Vamonós.
- ¿Qué? – Se despereza Andrea, el cuerpo le dice que ha dormido apenas un par de horas - ¿Qué pasa?
- Nos vamos, te dije. – Es Hermócrates, detrás de él se alza la sombra de Roberto. – Nos vamos a buscar a Karina.

No le da tiempo de alistarse, ni de ver qué hora es en su celular. Apenas se deja llevar por el cansancio y una voluntad a la que sólo podría escuchar en duermevela. Irá tras Karina, que está quién sabe por qué allá en el centro, donde una viejita llora la muerte frente a ella y canta:

- Perdona a tu pueblo, Señor. Perdona a tu pueblo perdónale Señor.
- No estés eternamente enojado. No estés eternamente enojado, perdónale Señor.
- Ay mija, eras bella, mija. Eras bella.
- Ya vieja, ya. Tenemos que irnos, esto se está poniendo feo.
- Ay mija. ¡Mi hija!
- ¿Qué es esta vaina?
- ¡Estás viva, mi hija, ven mija, ven con tu madre! ¡Gracias Señor! ¡Gracias Chinita!
- Vieja, ¡Vieja! ¡Vamonós vieja! ¡Ésta ya no es tu hija!

3 de junio de 2011

Capítulo 6: El Procedimiento Ortega

Día 2: anochecer

Ingredientes:
Lo que consiga en el camino.
Agregue cojones a gusto.

Procedimiento:
Sé un Alejandro Ortega sentado en tu celda provisional: te tienen ahí antes de procesarte, o tal cosa habrás escuchado. No sabes cómo será dicho proceso dada la emergencia médica que se está presentando. Pura mierda, sabrás, porque están todos jodidos, al menos en esa zona, en la que la infección ya se ha salido de control.

Ya has pasado más de un día tratando de explicarle al güevón que te tocó por guardia la situación en la que se encuentran, que si no salen de ahí se van a joder, que si quieren te mantengan encerrado, pero lejos – de - ahí: lo sabes bien, has estado informado pelando la oreja a las conversaciones entre oficiales: los lemnosos van a llegar pronto al centro de coordinación policial 2, o así llaman al lugar en donde estás contenido, que no está para nada lejos de la pobre Santa Lucía. A todo esto el guardia no te entenderá, no te escuchará, no te parará la más mínima bola. Se quedará ahí, escuchando su rockcito del año de la pera en su radio de mala muerte, que ni tan mal está para ambientar.

Tu celda es espaciosa, con suficiente espacio para meter a muchas más personas; pese a esto sólo estás tú, porque todos los demás están ya procesados en los respectivos retenes, o son libres, en sus casas, cuidando de sus familias. Piensas en tu familia, a la que ya has llamado y has mentido descaradamente, diciéndoles que estás en cualquier otra parte: no quieres a tu familia viniendo a buscarte, a pelear con los policías para que te saquen. Lo piensas bien: ellos están lejos de la infección; tú no tanto, pero estás protegido en un lugar con armas y personal de seguridad; si ellos vienen no estarán tan protegidos, ni tú tan tranquilo.

Porque estás tranquilo en tu celda, sentadito, midiendo hasta los pasos de la cucaracha que se aventura entre tus pies. No la matas, pa qué. No haces ni un movimiento innecesario, ya no. Estás tranquilo en la comandancia y verás cómo cada uno de los oficiales es llamado a servicio. Poco a poco, se irán quedando solos tú y el asignado.

Llevas el conteo de los días, y para la mañana del segundo día sólo están tú y el oficial asignado para no dejar el centro de coordinación desprotegido, todos los otros oficiales de turno (y no de turno) están trabajando; sabes muy bien por qué. Tú en tu celda, el policía no muy lejos, en su escritorio, en la música de su radio. No puede escucharte, pero tú sí puedes escuchar la perorata inentendible de REM anunciando el fin del mundo. Casi te ríes de la ironía, pero te lo impide el pesado paso del tiempo, el encogimiento del espacio en el que estás encerrado, el sonido del talón de tu zapato contra el piso cada cuarto de segundo, el entumecimiento de tu pantorrilla por tener ya mucho tiempo haciendo esto - porque el tiempo de la espera se mide por la ansiedad de la pierna derecha-, porque todavía estás aquí y tu familia allá y ya ha caído la tarde. La radio ha dejado de sonar.

El oficial se acerca a tu celda, se rasca la panza que da la forma redonda a su camisa marrón claro. Brilla su bronce en el cuello de su uniforme, su pistola está en la funda, pero sin el seguro de la misma. Se rasca ahora el bigote, se seca el sudor de la frente, quiere decir algo y no sabe cómo. Le sacas las palabras.

- Bueno mijo, o me decís o me matáis a tiros, porque igualito me estáis matando, loco.
- Ciudadano ¿Ortega, es que es?
- Ajá.
- La vaina está fea.
- ¿Vos creéis?. Entonces ¿Qué vamos a hacer?
- No, ciudadano. Yo no puedo dejarlo salir, entiéndame.
No pierdas la calma. No pierdas la calma. A la mierda la calma.
- Verga, oficial. Nadie más va a venir pa acá. No me vayáis a dejar sólo, loco, sé humano. Entendeme vos a mí.

El oficial respira. Se soba el cuello, se rasca detrás de la cabeza. Te suelta la noticia:

- Ya hay gente rara allá afuera
- ¿Rara? – Dirá tu voz de garganta seca, la noticia te quiebra un poco la voluntad.
- Bueno, enfermos pues.
- Ajá… - Dices, mientras piensas “tirame una verguita, loco”.
- Yo no puedo quedarme aquí, llevo trabajando horas extra por esta vaina, y yo me tengo que ir, pues, a ver cómo está mi familia y eso. ¿Entendéis?
- Claro…
- Entonces, bueno. Eso, me tengo que ir, chamo.
- ¿Y me vais a dejar aquí? Oficial, vergación, sea humano – imploras, nunca muy humilde, aguantándote otras palabras que no dejas salir.

El policía no dice más y se retira de enfrente de tu celda. Qué más coño, piensas. Quieres darle un golpe a la pared, pero piensas que podrías necesitar ese puño. Mides el espacio de la reja, la pared, el suelo. ¿Cómo serán los lemnosos? ¿Tendrán fuerza? ¿Podrán pasar por la reja? ¿Podrán caminar sin miembros y caber por la reja? ¿O quizá apilarse en la puerta de tu celda y tumbarla? ¿Qué sentidos tendrán? ¿Podrán verte si no te mueves? ¿Podrán olerte si te cubres con algo? ¿Y con qué coño te vas a cubrir en una celda? ¿Qué hay en una celda? Observas tu entorno, pared, pared, pared, reja, pared, pared, pared, reja, y en la reja, la sombra de alguien.

- Ajá chamo. Lo único que puedo hacer por vos es esto. Tomá.

El oficial, con un bolso colgando de un hombro y la pistola mal empuñada en la otra mano, te da las llaves. Suenan a gloria en tus manos, esos tintineos metálicos. Te atreves a pedirle la cola a cumbres de Maracaibo. Te niega el aventón. Te dice que vive en otra parte, y que es mucho desvío. “A buen mojón”, piensas, pero no tentarás tu suerte. El policía se va, y ahora estás solo.

Comienza la preparación, así que pon mucha atención. La siguiente parte debe hacerse con mucho cuidado:

Llave en mano abre la puerta de tu celda, saca la cabeza primero y echa una mirada: no debe haber nadie, sin embargo no debes arriesgarte a salir despavorido y toparte con infectados que hayan entrado en el centro de coordinación.

Desolado, efectivamente. Camina con cuidado, por favor. No hagas mucho ruido, no sabes si detrás de aquella puerta hay alguien. Mano en la manija, abre con cuidado. Observa: no hay nadie.

La salida está más adelante. Camina a través de la habitación en donde hay un escritorio, archivos, computadoras, estantes varios; camina con cuidado. Mide tu alrededor. Un archivo, no. Un escritorio, sí. Te acercas al escritorio, desconectas el cableado inherente: computadoras, teléfonos. Mueve el escritorio y tapa la puerta. Una vez hecho esto, revisa tus alrededores: encuentra tu celular descargado junto con tus pertenencias. Busca ahora un objeto contundente, un rolo, no: estos policías no usan rolos. Un tonfa servirá, pero no encuentras ninguno. No hay tubos, bates, llaves, ni barras pataecabra. Revisa más, debe haber una armería. La encuentras, y está cerrada. No tienes llave para abrirla, así que te toca usar tu delicadeza.

Una vez destrozada la armería sécate el sudor, descansa un poco. Revisa lo que encuentras: 4 berettas reglamentarias, 5 clips de carga, 2 bastones extensibles inmovilizadores, o “rompehuesos”. Busca algo que te sirva de bolso, una bolsa de basura. Echa su contenido en el suelo, y mete lo encontrado, exceptuando un bastón y una beretta. Revisa la carga de la pistola, tal como te enseñaron tus padres. Quítale el seguro, ponla en tu correa. No busques una funda, no será necesaria. No, tampoco encuentras nada que comer. Tienes hambre, claro, pero debes disponerte a salir.

Mueve de nuevo el escritorio que bloqueaba la puerta y echa una mirada: deben haber 3 o 4 individuos caminando fuera del centro, por la carretera. Disponte a hacer la prueba: abre la puerta, apunta, dispara.
Cierra la puerta y bloquéala con el escritorio. Espera.

Nada sucede. Anota en tu mente: no son atraídos por el sonido. Repite el procedimiento de abrir la puerta. Revisa: no le diste a ninguno, pero ninguno se ha interesado en ti. Caminan dirigidos al otro lado del camino, hacia la parte más alta de esta subida que es Valle Frío. Aventúrate a salir un poco más, levanta los brazos, muévelos. Un poco más. No te ven. Anota en tu mente: no ven bien (debe comprobarse mejor, ya que lo has hecho todo en la oscuridad de las 7 de la noche, aproximadamente, calculas). Regresa por tus cosas, sal de ahí y busca una manera de irte. Piensa: Patrullas, no hay. Las otras patrullas serían las de polimaracaibo, que se encuentran bajando todo Valle Frío hasta llegar a la vereda, probablemente no una caminata agradable. Descartado. La mejor opción es caminar hacia una vía transitada: debes llegar a la avenida 2 “El Milagro”. Nombre apropiado.

Toma el camino hacia El Milagro, subiendo por Valle Frío y luego bajando a la izquierda por la calle 81. En el camino evita a los infectados. No hagas ruido, no llames la atención. No te creas en una película de zombis.

Pero ya llamaste la atención.

No sabes qué fue lo que hiciste que los 4 pobres diablos que caminaban delante de ti se voltearon y se quedaron mirándote. La pistola, no. El bastón extensible en tu mano izquierda, un movimiento brusco y se convierte en un amenazante palo negro que te da una frágil seguridad. Los lemnosos empiezan su caminata hacia ti. ¿La pierna? No. Caminando hacia ti podrían caerte encima. Lo piensas bien y no te queda de otra que darles en la cabeza.

Un sonido seco, el bicho cae a un lado. No hiciste mucho esfuerzo, quizá ni le rompiste el cráneo, pero funciona. Repites el procedimiento con los otros 3. No mucho esfuerzo, todo fácil. No se levantan de nuevo, no crees que necesites de un segundo golpe de seguridad: no los golpeas de nuevo. Trotas. Las cosas en tu bolsa hacen un ruido apenas molesto para ti. La esquina de la 81, cruzas.

Te devuelves corriendo, pero ya es tarde: te han notado.

Más de 50 al menos, no alcanzas a contar, caminan con violencia para alcanzarte. El sonido que hacen es espantoso: una ruptura de garganta y cuerdas vocales. Te duele el cuello de solo escucharlos. Ni se te ocurra sacar la pistola, ni se te ocurra enfrentarlos. Sabes que no puedes con tantos. Un carro. ¿Se acerca un carro? Rojo y azul, luces.

Una patrulla, reconoces al oficial que te arrestó en primer lugar: Gómez. Estaciona la patrulla delante de ti.

- Arriba pues.
- ¡Voy! – le dices.

Te montas en su patrulla y él da la marcha en retroceso, mete la cola del carro en el estacionamiento de un edificio y arranca a voltear el vehículo en sentido contrario. Por esta vía, volverán a Pichincha y podrán salir por otras calles. Respiras, respiras, vuelves a respirar.

Un entendimiento silencioso te da una calma añorada, Gómez entiende que la situación es especial, y que no puedes ser procesado como un criminal dadas las circunstancias. No te lo ha dicho, pero lo sabes. En el camino no hablas mucho, miras por las ventanas y ves cómo no hay nadie en las calles: los carritos de comida no salieron, Maracaibo parece dormida, como de 4 am y ves en el reloj de la patrulla que son apenas las 8. La radio se comunica de vez en cuando, anuncia un montón de números y vuelve a callar: “Cambio, un 26 en la 83. Cambio, incidente en el Coromoto, repito, incidente en el Coromoto, cambio, qué verga es esta, argón 2, argón 2”… Gómez aprieta sus labios, no dice nada. Tampoco le quieres preguntar. Llegas a cumbres de Maracaibo, no hay rastros de infección. Antes de bajarte Gómez te quita las berettas y las cargas; te deja el bastón extensible.

- Verga Gómez, gracias.
- Tranquilo papá. Cuídese pues.
- ¿Pa dónde vais ahora? – Te atreves a preguntar, no sabes muy bien por qué.
- A servicio – dice Gómez tras un suspiro – a cuidarlos a ustedes.

Entras a tu casa, tu hermano te abre la puerta y te mete a punta de abrazo. Tus dos sobrinitos también están. Tu mamá, tu papá, tu hermana, su novio, tu cuñada; te reciben con la sonrisa que esperabas, que dibujabas en tu mente en el tiempo que estuviste en la celda. En la mesa notas 2 armas, sus cargas, y varios objetos contundentes, le preguntas a tu hermano.

- ¿Eso fuiste vos, Leo?
- Claro, gordo. Quién más – te responde.

Pones el bastón en la mesa junto a las otras armas, y te sientas a descansar.

- ¿Comiste? – Te pregunta tu mamá
- Verga, tengo hambre.
- Hice arvejas.
- Véngase.

Y cenas con gusto y calma.

Piensas en redactar lo descubierto en el proceso y montarlo en la alguna parte de internet, pero sabes bien: los maracuchos jamás leen las instrucciones.