Día 3: Mañana
A pesar del forro de papel ahumado que cubre al centro comercial Lago Mall, las luces de la mañana logran abrirse paso por las paredes de vidrio, bañando el nivel feria con los colores de un nuevo día. Más arriba, en el siguiente piso, cerca de la librería, duermen, cada una en un banco, la dama y damita que hace apenas horas atrás escapaban del Hospital Coromoto. Sus caras se aplastaban contra la incómoda madera, que no parecía tan incómoda ante el cansancio del ayer vivido. Plácidas, labios relajados y bobos, babeados. Calzado fuera, media mal puesta, la bata en forma de almohada para la niña, Virginia durmiendo a pierna suelta y brazo colgando. Quizá roncaban. Quizá soñaban, con el bullicio que debió haberlas despertado de ser este un día normal para Lago Mall, un día en que se llenara de compradores y comensales, la misma cosa con diferente boca.
- Arriba - le dice a Maara mientras la mueve ligeramente, - arriba que tenemos que ver cómo nos comunicamos con alguien para que nos venga a buscar. - Virginia mira a su entorno. Lago Mall está ahí, iluminado por la mañana. Es exactamente idéntico al Lago Mall que siempre había visto. Pero no. Hay algo, o falta algo. Y no es la gente. - Vamos, Maara, ¡arriba! ¡upa! - Invita mientras da unas palmadas - Arriba, que hay que buscar que comer, - dice ahora para sus adentros.
Desde que salieron del Coromoto no habían visto a más nadie que a las sombras. No sólo no habían visto a nadie, sino que tampoco habían escuchado nada. Apenas el rumor de un carro en la lejanía, el pique de unos cauchos, quizá alguna carrera de carros modificados, maracuchos todavía creyendo que se parecen a Vin Deisel en Rápido y Furioso mientras estacionan sus "naves" en los puesticos y se comen un patacón con pernil, para abrir el apetito.
Ahora que lo piensan tampoco habían visto puesticos. Ni carros, ni gente, ni bulla, ni señal: su celular, revisa ahora, sigue sin ni una barrita de señal desde ayer. ¿Cómo carajo iba a llamar para avisar que estaba ahí? Bueno, justo ahora eso no importaba. Hambre, es lo que había. Algo de comida debían encontrar mal puesta en el nivel feria. Tenían mucha hambre, o por lo menos ella tenía e intuía la misma sensación de la cara fastidiada de la recién despierta Maara.
- ¿Qué quieres comer?
- Vomita.
- No, tienes que comer algo mejor. Algo más nutritivo, chica. No puedes estar a punta de gomitas.
- Ahm. ¿Melo?
- ¿Caramelo?
- ¡Sí!
- ¡No! Tienes que comer pollo, o carne - enumeraba mientras bajaban las apagadas escaleras eléctricas- o pan, o algo así. ¿No te gusta la idea?
- Sí... - pensaba Maara, en voz alta.
- Bueno, hay que ver qué hay por ahí. Lo agarramos, y dejamos la plata. ¿Ok?
- ¿Bolo?
- Sí, bolívares
- ¡Sí! - Aplaudía entusiasmada la niña.
El nivel feria, más de 10 tiendas de comida y todas cerradas, selladas, protegidas con vidrio, plástico irrompible y candado. No puedes comer, te dicen sin decirte. No mientras no me pagues. Todo lo que está aquí es mío. No tuyo, no. Mío. El mensaje visual impacta el estómago de Virginia, que no consigue forma de abrir la nevera de una de las tiendas; pero no el de Maara: ella estaba acostumbrada a saber que las cosas, sobre todo las cosas comestibles, no eran de ella. He ahí su delgadez.
- Ay Maara. - Lamenta Virginia con unas barras de chocolate en la mano; lo único que pudo conseguir,- parece que sí vas a comer dulces.
- ¡Sí!
5 Chocolates después, suben al nivel anterior y se dirigen a la tienda Sony. Televisores, radios, algún electrónico que pueda servir de guía. Con suerte se encenderían de forma automática para promocionarse, y puedan enterarse de algo a través del vidrio de la tienda, pero cuando llegan ahí descubren que su suerte es mayor: la tienda está abierta. "¿Qué pasa, pues? Primero las puertas laterales de Lago Mall, y ahora ¿esta tienda también?" Ambas abiertas sin que nadie avisara ni razón de ser. ¿Será que hay alguien dentro de Lago Mall? ¿Algún vigilante? No se les había ocurrido. Llegaron al centro comercial apenas con energía para sorprenderse de su suerte, entrar, mal cerrar las puertas y tumbarse en las bancas. No se les había ocurrido, por ejemplo, gritar a ver si en el eco de la estructura vacía alguien respondía. No lo hicieron ahora tampoco. Virginia temió por la calidad de las personas que pudieran estar dentro. "¿Y si es un choro? Digo, porque con la suerte que hemos tenido, mirá".
Entran a la tienda y antes de llegar a los televisores las sorprende un aparatito que se ha quedado en el suelo, quién sabe desde cuando. Se acercan, un blackberry. Virginia lo recoge, lo revisa, le parece familiar. Sí, es familiar, la calcomanía de florecita rosada, tan detestable y parecida a las "chinita cuidame" que ha estado de moda en los carros. ¿Qué coño hacía el celular de Karina aquí? Lo intenta prender, no tiene batería. Lo abre, saca la batería, no tiene tarjeta sim. Es el celular robado de Karina, que algún ladrón estúpido ha vendido a alguien más estúpido que ha venido a Lago Mall y ha dejado botado. ¿O será que esa persona todavía está aquí? Voces.
- Pero bueno chamo tú eres güevón. ¿Cómo que no cerraste la puerta, pues? - Se acercan, las voces se hacen cada vez más claras. - Pero es que hay que ser bien bruto, pana. Anda a cerrar esa vaina. Yo voy a buscar el celular en la tienda de...
Un par de hombres, un guardia del centro comercial y un muchacho moreno, mal parecido, sin camisa y pantalones cortos. El guardia es del turno nocturno y está esperando a su cambio, que no ha llegado, o así se perfila en la imaginación de Virginia al ver tales ojeras. El chamo, ¿Qué le habrá pasado al chamo?
- Señorita, señoritas. - Les dice el guardia, alejándose y con cuidado - ¿Me escuchan?
- Sí, señor. No estamos contagiadas. Soy doctora del Hospital Central.
- Uy, pana - se queja el chamo - escuché que esa vaina se infectó. No loco, vamonós. No les hagáis nada, pero vamonós, loco. Vamonós - implora el chamo.
- En serio, soy doctora, y estuvimos trabajando con la enfermedad, y puedo dar fe de que no estamos contagiadas, ni la niña, ni yo.
- Disculpe, señorita, es que no podemos estar seguros. Entenderá que le pidamos que se retiren del centro.
- Señor, por favor.
El guardia se pone la mano en el cinturón, ahí tiene un aparato. Está nervioso y alarmado, el chamo detrás de él lo está más. Pero no, no era sólo nervio. El chamo estaba aterrado, realmente desestructurado por el inmenso miedo que le hacía temblar la mirada en su morena cara de pobre bigote. Mejor no hacer nada estúpido, mejor no acercarse.
- Ok, si nos tenemos que ir nos vamos, pero al menos respóndanme unas cosas.- Pide Virginia. El guardia se lo piensa, y finalmente accede:
- Dale.
- Ok. ¿Cómo entraron aquí?
- Yo trabajo aquí y el chamo entró en la madrugada. Yo lo ayudé después.
- ¿Qué han sabido del resto de la ciudad?
- Lo del Central, lo del Coromoto, me dijeron que y que hay una nueva en el Universitario, y que han visto infectados en la Limpia, pero usté sabe cómo es la gente.
- Ok. Aún es controlable.
- Así dijeron, pero ya no han dicho más nada. En tele no hay nada, en radio no hay nada. No sabemos más nada, señorita.
- Ok, ok. Ajá, y este celular ¿Saben de quién es?
- Mío - suelta el chamo.
- Bueno, es de una amiga. ¿Cómo lo consiguió?
- Me lo encontré.
- Ya. Ok. Me lo voy a llevar, para entregárselo a mi amiga. ¿Ok?
Estiven no lo piensa mucho. Que se lo lleve la coña esta. De alguna manera u otra ese celular comenzó la desgracia. Si no hubiesen salido a buscar ese maldito aparato no se hubiesen encontrado con el coñito de mierda ese, al que Yefrexon le cayó a coñazos, y al que no volvieron a ver sino hasta la noche anterior, ¿o la anterior a la anterior? Ya no se acuerda. Ya no se acuerda. Ya no se quiere acordar. De Yelexy, y mucho menos de sus sobrinitos, hace apenas tan pocas horas en el carro en la avenida Delicias a toda velocidad y con un Yefrexon que tose y tose, toda la noche, y deja de hablar. Yefrexon, qué te pasa, qué te pasa. Nada. No pasa nada. Tose. Los niños, lerdos, no miran hacia ninguna parte. Cruza aquí, vamos pa que tía Yolanda. Cruza en 5 de Julio y Yefrexon tose que tose y los niños lerdos. Estos coñitos, ¿Están infectados?
Detén el carro. Bájense, ¿qué pasa pues?
- Loco, ¿Te resuelvo unas pastillitas? La tos esa 'fa fea güevón.
- Dejá así, maricón. ¿Pa qué parastes?
- Bueno loco, porque 'tais tose que tose, y los carajitos estos no dicen nada.
- Marico tengo gripe, gran verga. Y por que paréis no se me va a quitar. Vamos pa que tía Yolanda, que esa nos resuelve, al menos por hoy, y mamá seguro que está por allá.
- Ajá, loco, ta bien. Pero al menos tomate una verguita, no sé.
- Dejá la mariquera y vamonós.
El carro no arranca. Vuelve a girar la llave. El carro sigue sin arrancar. Hace un sonido apretado, la maquinaria se esfuerza por hacer la combustión, pero termina en un suspiro ahogado. El carro no arranca, "mierda". Se bajan. Hay gente en la plaza, pero por lo que se ve no tienen carro: el único estacionado a un lado de la plaza es que ellos han robado. Bueno, un güevón que atraquen y pueden llamar un taxi, o pagarse el taxi, o pagarse el alguito pal enfermo. Estiven y Yefrexon se acercan. Los niños, traumados, se les pegan atrás: no los dejan solos. Cojones que vieran un atraco a estas alturas. Acechan, atacan, se frenan.
- ¡Mardición! ¡Estos vergos son peor que Drupi!
La gente en la plaza está infectada, hay como 10. ¿Qué hacen aquí? Sin pensarlo mucho se voltean, corren hacia el carro. Los niños gritan. No hay problema, piensa Estiven. No hay problema. Se voltea, atrás está Yefrexon, y los niños, corren, y más atrás están dejando a los infectados. No hay problema. Sigue corriendo. No hay problema. Se voltea, ¿Qué hace Yefrexon? ¿Por qué se para? ¿Qué hace con los niños? ¿Por qué los empuja? ¡¿Por qué se los entrega a los lemnosos?! ¡¿Por qué los lemnosos no persiguen a Yefrexon?! Y Yefrexon le grita a Estiven - ¡Corramos güevón! ¡Con los carajitos se distraen! - Y él se voltea hacia Yefrexon con el celular en la mano y la pistola inservible en la otra.
El celular está ahora en las manos de Virginia, ya no tendría nada que ver con él. Ya no tendría que ver con los últimos gritos de los niños "¡Tía, perdón, tía! ¡Tía no me quiero morir! ¡Tía, perdón! ¡Ya no volvemos a dañar la Play! ¡Tía ayúdanos! ¡Tía, me duele tía! ¡Me duele!". Ya no tendría nada que ver con el cachazo que le clavó a Yefrexon en el cráneo, el cual cedió con un sonido húmedo y se derramó en la acera; con la ira y la desesperación que lo inundó en ese momento, probablemente las primeras grandes emociones que sentía desde hace mucho y que, por falta de práctica, no supo manejar. Qué sabe él de toda esta mierda. Qué le importa. Que se lleve el celular manchado se sangre y que se vaya por ahí, por donde se va, hacia la puerta del centro comercial, a la que se acerca con la guajirita que se trajo y no termina de salir, porque la alarma del centro comercial ha comenzado a sonar y la bulla ensordece de tal manera que lleva a Virginia, a Maara, a Estiven y al guardia a taparse las orejas. Instintivamente Virginia, que se ha imaginado lo peor, empuja una de las bancas a la puerta que estaba abierta e intenta trancarla sin mucho éxito. Intenta resolver, empuja, hala. Nada que funcione. El guardia y Estiven se han apurado a socorrerla, levantan la banca y trancan la puerta con la misma.
Es justo entonces cuando ven el desfile de hipnotizados por la enfermedad caminar en las afueras del centro comercial, en el estacionamiento. 10, ahora 20, ahora más, ahora no se pueden contar.
- La putísima Virgen del Chiquinquirá nos jodiera un poquito más, vergación - reclama Estiven.
- Coño... coño... coño... - Virginia se lleva las manos a la boca.
Junto a la alarma ahora suena otro sonido electrónico. Muy familiar, es el clásico ring del Blackberry. Virginia revisa el de Karina. Nada, sigue muerto. Ahora mira al guardia, que intenta agarrar contestar su teléfono en medio del desconcierto para encontrarse con una llamada perdida.
- Bueno, al menos me volvió el Edge.
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