10 de junio de 2011

Capítulo 7: Y al tercer día…

Día 3: Madrugada

- … Resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, y está…
- Ay verga, mija, ya. Me vais a poner peor de lo que estoy. Ya no sirve, mija. Dios no va a meter la mano en esta vaina.
- … Todopoderoso. De ahí ha de venir a juzgar a vivos y
- Muerta, mija. Ya está muerta. Ya está muerta. Esta vaina se jodió. Esta vaina se la llevó quien la trajo. Nos jodimos, vieja. Vamonós. Vamonós antes de que sea peor.
- ¿Cómo queréis que me vaya? ¡Esa es mi hija! ¡Mi hija! ¡Mirá cómo todavía está bella! ¡Esta bella!
- Ya mi vieja. Vamonós pues.

No tan lejos de esa escena de sangre y lágrimas, el Hospital Coromoto agoniza. Virginia, Maara y el imbécil que trancó la puerta no lo saben, puesto que siguen encerrados desde hace horas, en la sala de emergencias. Maara tiene hambre, pero no llora: está acostumbrada a aguantar más de un día sin comer. Quizá dos, no sabe con certeza. Está triste porque hoy, a diferencia de todas las otras noches de su vida, no ha podido salir a ver la luna. No importa de dónde fuera, dónde estuviera, en qué puestico de comida de Indio Mara pidiera limosna o comida, siempre aprovechaba 5 minuticos para quedarse viendo esa bola blanca, tan buena, que no quema ni da calor. Al menos aquí estaba Virginia, la doctora que la había cuidado hasta entonces, que parecía una luna de blanca que era. Sí, una luna, que tampoco quema ni da calor, con punticos oscuros en la cara. Una luna con pecas. Una luna con pecas y muy brava, ahora, con el doctor.

- Pero bueno, imbécil ¿Es que nos vais a tener metíos en esta vaina, sin comida, sin baño, hasta que se cure la verga esa? – Había perdido los estribos. Gritaba y escupía contra el doctor que, sentado en el escritorio, miraba al suelo, sin responder ni reaccionar. Virginia se aprieta el tabique entre su índice y su pulgar, respira y continúa - ¿No tenéis nadie fuera del hospital con el que quieras hablar o algo? Coño, al menos un tío tenéis que tener al que quieras ver. ¡Nos tenemos que ir de esta vaina!

El doctor no responde. Sentado mira al suelo, sin mover nada. Si no fuera por el leve movimiento de su respirar, cualquiera podría pensar que se trata de una estatua y no de un hombre. O un hombre haciendo un buen estatuismo en un muy mal momento y lugar. Sentado, en el escritorio que bloquea la puerta doble, y detrás de él, el silencio de los pasillos.

Virginia resuelve por sentarse. Resignada, afloja su mascarilla para respirar un poco mejor. Sin el tapaboca una ráfaga de aire le besa la boca, el relajar de músculos se extiende por toda ella hasta despertar un perezoso un suspiro: está agotada. Ahora mira a Maara, sentada a su lado, y Maara la mira a ella, sentada a su lado, y las dos sonríen un poco. Son cómplices silenciosas de todo lo que suceda, y lo saben, quizá por esa fuerza secreta de la luna en todas las mujeres, o de la luna que reconoce Maara en Virginia. La pequeña se acurruca en la grande. Virginia nota: Maara huele a madera.

Mensaje recibido, Virginia voltea la mirada hacia donde está su celular conectado. El brillo de la pantalla le dice que alguien desde alguna parte fuera de este hospital le ha dicho algo. Se levanta, desgano, sus pies la llevan hasta el celular. Revisa “Virgi, que ha pasado? No has sabido nada más?”. Es Andrea. Responder: “No, Andre. Nada. No me puedo comunicar con su casa tampoco. Está todo muy raro. ¿Qué hace Karina por allá, pues?” Enviar. Desconecta el celular, se sienta al lado de Maara, mensaje recibido, revisa “No sé, loca. No sé. Roberto tampoco se ha comunicado con su familia, le sale siempre ocupado!” Otro mensaje “Tú ya te comunicaste con la tuya?” Responder “Sí, mi papá me dice que me puede buscar en Lago Mall, que busque cómo salir”. Enviar. Por eso tenía que salir ya, porque no sabía cómo estaba la infección fuera de esas paredes blanco infierno, y porque no sabía hasta dónde podía llegar la proposición de su padre. Los caminos estaban cerrados, apenas hasta Lago Mall hay paso y por el norte del Milagro, lo que quiere decir que todo Milagro hasta el Hospital Central está cerrado. La infección debe estar fuera de control. Mensaje recibido “Ay Virgi, escapate de esa vaina!”. Claro, qué fácil decirlo.

Deja su celular a un lado, descansa la vista, “demasiado blanco, demasiado tiempo” piensa. Lleva sus dedos a su tabique, se lo presiona, siente un jalón en la bata. Es Maara, está señalando a la puerta.

- ¡Al fin! Ya era hora de que nos dejaras salir – dice Virginia mientras se levanta, - vámonos Maara.
Pero el doctor no se mueve. Las mira, parece entenderles, pero da un paso. Se queda ahí mirándolas con ese temple triste y melancólico del que ha sido abandonado por todos y por nadie.
- ¿Qué le pasa, doctor? – Inquiere preocupada Virginia.
El Doctor tose. Virginia se asegura el tapaboca de nuevo, le amarra en la cara un trapo a Maara, vuelve a preguntar.
- ¿Doctor? ¿Me escucha? – Mueve una mano frente a la cara del monigote, ningún movimiento – Ay mierda.

El doctor se mueve, hace un sonido espantoso con su garganta, como si se quedara sin aire, y extiende sus manos hacia el frente, camina, torpe, seguro: tiene lemna. Virginia agarra de la mano a Maara y la lleva hasta el otro extremo de la sala, la niña obedece sin chistar. Ahora se voltea hacia el lemnoso caminante.

- Doctor, se lo advierto una vez. Si no muestra signos de conciencia, tendré que hacer lo que sea necesario para que no me haga daño ni se haga daño usted.

No hay respuesta más que el sonido desgarrador del enfermo. Ya casi la alcanza. Virginia, resuelta, levanta su pierna y coloca la base de su pie en el pecho del lemnoso. Empuja, y el enfermo cae. Se tambalea en el piso, se levanta torpemente, vuelve a caer, tose, vomita. El suelo queda lleno de una pasta verde – Asco, en serio se parece a la lemna- en donde el doctor pone las manos, se embarra de vómito, se resbala, vuelve a levantarse – Coño, coño, coño, coño. – Virginia mira a su alrededor, una escoba. La toma, la levanta, batea la pierna del enfermo, que cae, y sigue moviéndose tratando de alcanzar a su atacante. No queda de otra, Virginia, no queda de otra. No es tu culpa, Virginia, no es tu culpa. Dale, Virginia. Maara grita. Virginia asesta un golpe con la cabeza de la escoba en la cabeza del infectado, que al fin se ha dejado de mover.

-Perdón, perdón, perdón, perdón – repite Virginia una y otra vez, una y otra vez. El cuerpo en el suelo no responde.

Nada, mover el escritorio, eso es lo que tienen que hacer. Empuja, empuja. Un grito. El doctor está agarrado de la pierna de Maara. La madera de la escoba en las manos de Virginia se empapa de un sudor frío producto de la instantánea desconexión entre su mente y su cuerpo. A su mente le interesaba alcanzar a entender lo que sucedía, pero antes de formular palabras ya su cuerpo estaba en otras decisiones: se lanzaba con peso y salto hacia la cabeza del lemnoso, se aferraba a la escoba y dejaba caer la punta roma sobre el ojo. Falla, la nariz rota deja caer un líquido oscuro, apenas rojo, apenas sabe la mente de Virginia que aquello es sangre y el cuerpo se está dejando caer de nuevo sobre, ahora sí, el ojo, que hace un sonido húmedo y explota, derramando líquidos en el suelo: ahora el doctor es una verdadera estatua sangrienta. Sangre y vómito se mezclan en el suelo, un asqueroso cuadro abstracto de verdes y rojos sobre blanco. Maara suelta un llanto de ambulancia, Virginia suelta la escoba y consuela a la niña encerrándola en sus brazos. Cálido, el abrazo de la luna. Qué raro, Maara pensó que sería fría. Sigue sollozando.

- Ya, ya. Todo terminó, mi linda. Nos vamos. ¿Sí?

Abren la puerta de la Sala de Emergencia, Virginia chequea la hora en el celular: más de media noche. No se habían percatado de lo tarde que era, no sentían sueño. Virginia, acostumbrada a no dormir, entendía el por qué: el sueño es parte de una rutina compuesta de acciones y consecuencias. Cuando te levantas, te cepillas; cuando vas al baño, te limpias; cuando has experimentado la cotidianidad del día, en la noche tienes sueño. Hoy no fue un día normal, no se cumplió el mecanismo. Quién sabe cuándo se volvería a cumplir, cuándo volvería a tener una cotidianidad. ¿Qué viene después de todo esto?

Los pasillos vacíos no ofrecen ninguna resistencia, la salida del edificio está desprotegida, la caminata por el estacionamiento es un maratón para sus piernas agotadas. Alguno que otro cuerpo camina por esa oscuridad, pero ninguna de las dos quiere acercarse a preguntar. Frente a ellas, después de muchos puestos de estacionamiento vacíos, aparece la salida del hospital. Esto es raro. Tenían la información de que estaba bloqueado, ¿por qué entonces no hay militares, cordones de seguridad? ¿Por qué está todo tan vacío? ¿Por qué Maracaibo está tan callada un viernes a media noche? Escribe en su celular “Andre, ya salí. Voy a caminar hasta Lago Mall. Esto está solo. ¿Alguna noticia?” Enviar. No se envía. Reenviar. No se envía. Reenviar. No se envía. Qué raro. Marcar, últimas llamadas. Papá. Tono desconectado. Remarcar. No hay tono. Consulta de saldo. Error de sistema. “¿Pero qué coño pasa?”

En el tejido invisible de líneas telefónicas el mensaje de Virginia se quedaba trenzado con otros miles, de otros miles, que servían de barrera para que el mensaje de Andrea tampoco llegara y se reenviara, y se reenviara, y en su blackberry sólo apareciera la X de la mala noticia. No, el mensaje no ha salido, o no sabe. Andrea no sabe nada ya. Andrea está cansada de no saber y se lleva las manos a la cabeza.

- Cálmese, muchacha. Así no va a lograr nada.
- Tía, no me logro comunicar con mis amigos. Entienda.
- Ay mija seguro que están bien. Y tus papás, Roberto, también seguro que están bien también. No se mortifiquen. Virginia es una muchacha de su casa, es buena gente y buena niña. Y Karinita es muy linda. Qué les va a estar pasando.
- Sí, porque por bonita y por buena gente las pendejas no se enferman – resuena la voz de Hermócrates, víctima de la época en que Maracaibo ponía nombres griegos a sus hijos, y tío de Andrea, desde la cocina. – Ve, yo sigo diciendo que pa esa vaina hay que ir.
- ¿Pal Hospital? ¿Tais loco, muchacho? – Nasaléa la tía.
- Pero es que qué coño hacía Karina en esa vaina – no se cansaba de preguntar Andrea, - y ahora Virginia no responde tampoco.
- Las líneas como que están colapsadas. No agarro wifi, ni 3g, ni edge, ni nada – revisaba Roberto en sus aparatos.
- ¿Entonces? ¿Qué hacemos pues? ¿Nos quedamos aquí a esperar a que llegue la verga esa?

El tío Hermócrates, flaco, alto, con más pelo del que debería tener y de piel tostada, casi rojiza, sale de la cocina comiendo un pan con salchicha. Sus ojos claros estaban marcados por el humo del cigarro y por una tristeza escondida que nadie sabía interpretar. De esa melancolía, quizá nostalgia, salían sus rábicas acciones: todos los que lo conocen han aprendido a no saber qué esperar de él; si no eres de su familia, le tienes miedo. Por ejemplo ahora, su posición estaba fija en un imposible: discutía con todos sobre la posibilidad de buscar a Karina, a los papás de Roberto e irse a una zona rural hasta que la alarma infecciosa pase. Tras mucho revuelo y debate la madre de Andrea, voz casi ausente, puntualizó.

- Aquí nadie se va para ninguna parte, esperaremos a ver qué dicen los reportes de noticias y según eso nos moveremos. No hay más que hacer. No nos vamos a lanzar ni a héroes ni a nada. Dormir, es lo que hay que hacer.
- Pero qué reporte, mija, si la tele lo que está pasando es película – comenta la tía.
- Y desde hace rato en twitter no hay nada. Es más, no se me está conectando esto. - Agrega Roberto. Hermócrates, que no ve bien esas artimañas del nuevo siglo, le lanza una mirada aburrida y pregunta.
- ¿Qué hacemos, pues?
- Dormir – sorprende Andrea, – no hay más nada que hacer.

La madrugada del tercer día y Andrea está con los ojos abiertos mirando el techo de su cuarto. Tiene estrellas fosforescentes que ya no agarran ninguna luz. Las mismas estrellas que había visto la noche tras la cual estuvo con Karina. ¿Qué coño hacías allá Karina? Lágrimas. Ya salieron, ya no las puede parar. Se tapa con su edredón, quiere encapullarse en su cama, no salir hasta ser otra cosa que tuviera la valentía de decirle a su tío sí, sí voy, sí quiero, sí vamos al hospital, vamos Roberto, vamos a buscar a tu familia, ya no tengo miedo de ser Andrea, ya puedo ser quien quiero ser, fuera de este capullo, de este edredón, de esta casa tan fuera de toda la realidad de la ciudad en la que vivo, tan callada, tan muda, como yo. “Quiero una voz” piensa Andrea “Quiero una voz que me levante de aquí”.

- Andrea, Andreita – la mueve alguien, se despierta: - Andreita, levantate. Vamonós.
- ¿Qué? – Se despereza Andrea, el cuerpo le dice que ha dormido apenas un par de horas - ¿Qué pasa?
- Nos vamos, te dije. – Es Hermócrates, detrás de él se alza la sombra de Roberto. – Nos vamos a buscar a Karina.

No le da tiempo de alistarse, ni de ver qué hora es en su celular. Apenas se deja llevar por el cansancio y una voluntad a la que sólo podría escuchar en duermevela. Irá tras Karina, que está quién sabe por qué allá en el centro, donde una viejita llora la muerte frente a ella y canta:

- Perdona a tu pueblo, Señor. Perdona a tu pueblo perdónale Señor.
- No estés eternamente enojado. No estés eternamente enojado, perdónale Señor.
- Ay mija, eras bella, mija. Eras bella.
- Ya vieja, ya. Tenemos que irnos, esto se está poniendo feo.
- Ay mija. ¡Mi hija!
- ¿Qué es esta vaina?
- ¡Estás viva, mi hija, ven mija, ven con tu madre! ¡Gracias Señor! ¡Gracias Chinita!
- Vieja, ¡Vieja! ¡Vamonós vieja! ¡Ésta ya no es tu hija!

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