25 de septiembre de 2011

Capítulo 16: E-mail



From: parinisos3997@gmail.com
To: chronogirlffxii@gmail.com

¿Te acuerdas cuando me decías que le diera comida al pez? ¿Qué movía la cola como si tuviera hambre? Hoy ha estado toda la noche así, y parte de la mañana.

No, no he dormido. Quién podría dormir en un momento así. Me he dedicado a, finalmente, acomodar el desastre de cuarto que tengo. Hice todo lo que me dijiste que hiciera: los libros están en su lugar, los dvd están ordenados por año y director, acomodé los papeles que estaban sueltos en carpetas según su utilidad, los cds viejos que ya no escucho los boté, arrugué y rompí las fotos y recuerdos por los que tanto peleamos. Papeles resultaron ser, papeles y nada más.

El amanecer estuvo rarísimo. Recuerdo que cuando niño me levantaba tempranito, cuando todavía no había salido el sol, para llegar temprano al colegio, y los pájaros empezaban a cantar justo cuando me montaba en el transporte. Hoy, en cambio, llegó la luz del sol a las ventanas y no cantaron los pájaros. Debió ser por los gritos.

No te preocupes, Mariana. Cerré toda mierda. Al final de cuenta es como decías. Estamos solos y sólo solos podemos sobrevivir en los momentos de crisis. ¿Cómo es que decías tú? Ah. “Somos amables mientras sea amable el tiempo”. Sí, bueno. Algo así.

No le abrí a nadie.

Gritaron en mi puerta y no le abrí a nadie.

Gritaron en la casa de Andrea, la vecina, y no llamé para averiguar.

Los gritos, Mariana, eso sí. No importa lo alta que tuviera la música, eran horribles. Como cuando un carro pisa un perro en la calle. Así de feo, Mariana. Y no sirve pensar que son perros. Son personas, a las que les están clavando los dientes, a las que sus propios familiares y seres queridos les están chupando las entrañas.

No sé si se habrán salvado, los que estuvieran en casa de Andrea en la madrugada. No me asomé. Pero en temprano en la mañana escuché un carro salir a toda velocidad.

No sé tampoco qué dirán las noticias allá, Mariana, pero la vaina está muy lejos de estar controlada. No se puede salir a la calle, no se puede uno asomar por las ventanas, no puedes ni siquiera comunicarte porque la mayoría de las vías están cortadas. Además de eso, yo me cansé de buscar cuando empezaron a decir el mojón de que están a punto de controlar la epidemia.

Qué molleja e mojón.

Qué bueno que no estás aquí Mariana. No creas, te extraño. Hago estas cosas en mi última noche en esta casa porque te extraño, porque te llevo conmigo.

Con esto quiero decir que te perdono. Que ya no importa. Que de hecho es una bendición que te hayas ido con él, porque él vive en Caracas y la mierda comenzó fue aquí. Sal de Venezuela, Mariana, aquí no van a controlar esta vaina. Esto se lo llevó quien lo trajo.
Qué importa, de todas formas, a estas alturas no importa nada.

No sé si te pueda volver a escribir Mariana. Intentaré salir de aquí.
Ya no tengo comida, y los mercados cercanos están saqueados.

Voy al puente, voy a intentar ir a Caracas, o del país.

Te amo.

Ah, sí. Le dejé comida al pez antes de irme.

_
Paris González

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12 de septiembre de 2011

Capítulo 15: Historia de una hormiguita


 Día: Días atrás


Aún había Maracaibo y pastelito en la Universidad del Zulia cuando el profesor Pérez daba la clase en Biología. A pesar de lo mal acondicionado del salón, y de lo sudado de su frondoso bigote, no disminuía el vigor con el que contaba su historia: 

 - Verán. El Ophiocordyceps es agresivo, y parece sacado de la ficción del cine más burdo y barato. ¿Se imaginan ustedes ser una hormiga feliz de su colonia, haciendo lo que felizmente hace cualquier hormiga? Despiertan una mañana y apagan el hormidespertador, saludan su afichito de la hormiga reina en tanguita y salen a trabajar. En el camino, de repente, se encuentran con una lloviznita rara. Ah, claro. Les extraña. La única lluvia que conocen es siempre apocalíptica, con tamañas gotas acaban siempre sin colonia a la que regresar. Esta lluvia, que ven ahora, es fina. Finísima. Y cae lento, cae suavecito, como bailando bachata. No le prestan atención. ¡Son hormigas! Deben hacer su trabajo. 

 Siguen su camino, siguen trabajando, cuando de repente, ya no quieren hacer su trabajo. ¿Saben qué? Esto de llevar comida es pesado. ¡Y aburrido! Nah, me voy a salir de la fila. Y se salen de la fila. Y empiezan a caminar de aquí, para allá, de allá, para acá, y ya no quieren volver a la colmena. Quieren, en cambio, pasearse con sus amiguitos. Ah, pero no tienen amigos que los acompañen. ¡Simple! ¡Busquemos amigos! Y buscan amiguitas hormigas para que se salgan de la fila. 

 Al principio, las amiguitas no escuchan, pero como todo, siempre hay otro que rompe la fila que lleva a otro a romper la fila y bueno: se forma la parranda. Hormiguitas desnudas por aquí, chupando ron por acá. En fin. Se forma la locura. Pero como todo en la vida, cuando la cosa se pone buena, llegan los pacos – el alumnado se ríe – y joden la vaina. 

Las hormigas soldado te llevan lejos de la colmena. Saben que te pasa una vaina rara, por instinto, aunque no están seguras de qué. Te llevan lejos, pa que no contagies a más hormigas con tus ganas de fiesta. Pero ya es tarde. Ya tienes amiguitos. Ya no te preocupa, sabes que te encontrarán. Así que decides hacer otra cosa: decides subir una rama. De pronto sientes la extrema necesidad de ir a un lugar alto y dormir ahí un rato. Lo haces, sólo que al llegar arriba y dormir, no despiertas más. Tu cabeza se rompe, y de tu cabeza sale un hongo que, mira qué sorpresa, empieza a botar esa lloviznita con la que te habías encontrado. Ay, recuerdas la colmena, la hermosa y gordota reina; todo lo que ya no verás. Ya lo sabes, ya no eres una hormiga. Eres ophiocordyceps, desarrollado. Un hongo con forma de cadáver de hormiga, y nada más. 

- ¿Y cómo se salva la colmena del hongo? – pregunta un alumno 

- No se salva. Verán, los soldados detectan a la hormiga una vez el hongo está avanzado. No hay mucho que hacer. Por si fuera poco, lo alejan de la colmena, pero no de los caminos por donde transitan los obreros para conseguir comida. De alguna manera u otra habrán más hormigas enfermas. 

 - ¿Cómo es que el hongo controla a la hormiga? 

 - Pues, la teoría dice que no la controla. Desinhibe y regula ciertos instintos a su favor. Es terrible, en realidad. 

 - ¿Siempre se aloja en el sistema nervioso? 

 - En el cerebro de la hormiga, sí. Se ha visto en la médula de otras especies, en algunos peces… 

- ¿Se puede pasar de especie a especie? 

 - No, no, no. Imposible. El hongo desarrolla una cepa para una especie en específico, se necesitan años de mutación para que pueda desarrollarse una nueva cepa que afecte a otra especie. 

 - ¿Y a humanos? 

 - No, para nada – sonríe el profesor mientras limpia sus lentes, - a nosotros Dios nos dejó quietos cuando nos empaquetó el cáncer. Además, somos un organismo muy complejo como para que este hongo nos afecte. Se ve más que todo en insectos, en invertebrados. 

 - Pero sí se ha dado en peces… 

 - Casos raros, Andrés. Casos raros. Ya te había dicho, no puedes pretender que todo lo que veas raro en el mundo natural se hará, algún día, la norma. Lo raro permanece raro, generalmente, y por raro, desaparece. – Tras una pausa en la que hizo notar que aún tenía algo que decir, el profesor continúa – Como todo en la vida, mijo. 

 - Preofe, ¿Por qué buscan la altura? 

 - Ah, bueno. Pues, eso es interesantísimo: es como si el hongo pensara… ¿Cómo haces para diseminar mejor las esporas? 

 - ¿Desde… la altura? 

 - ¡Claro! Es genial. Eso sin contar la cantidad de hormigas que pueden infectar por otra vía. 

 - ¿En dónde se pueden ver estas hormigas? – Pregunta emocionado un alumno. 

 - Ah, pues… Hay muchas en Brasil. Diría que es un problema de la selva amazónica… 

 - ¿No hay aquí? - Ay mija, ¿Con tanto político estáis buscando más parásitos? - La clase ríe. 

- No –responde el profesor -, la verdad es que no se puede ver aquí… Bueno, ya. Continuemos el tema.


Días después la facultad de ciencias de la Universidad del Zulia sería aún más desolada, aún más gris, aún más muerta. 


29 de agosto de 2011

Capítulo 14: El Procedimiento Ortega II

Día 4: Tarde, temprana.

Sé de nuevo un Alejandro Ortega en tu casa y refugio. Confirma que lo que siempre ha sabido como peor escenario se ha hecho realidad en tan solo cuatro días: mañanas y noches que has pasado calculando posibilidades con toda tu familia, ahorrando comidas, agua y electricidad, reuniendo todo lo útil para la estadía en el refugio y todo lo necesario para una posible evacuación; mañanas y noches en las cuales habrás estado pendiente de las noticias de la radio y televisión, y hasta de los medios no convencionales, sin mucha esperanza en soluciones finales. No te confíes de los informes oficiales, no te confíes de los refugios alternativos, no te confíes de las salvaciones gubernamentales, ríe un poco por dentro, un poco por lástima, del pobre refugio del liceo Lucila Palacios al que te invitaron hace poco, al que llamaron seguro e impenetrable, y que ahora es festín de sobras para los pocas alimañas que sobrevivieron a la matanza. Ríe un poco porque sabías lo que sucedería, ríe un poco porque has leído esto, y ya estabas preparado, llora un poco porque no todos tus amigos lo estaban.

Piensa en tus amigos. Los habrás llamado regularmente en los días que has pasado en tu casa, y a los que no has llamado has contactado por medios electrónicos. Maurizio está bien, Marly está en su casa ahora, Anita salió del estado por un asunto del trabajo, no te logras comunicar con Joy y temes lo peor ya que sabes a lo que estuvo sometido su edificio, Porras no está en Venezuela, Alberto tampoco pero te llama constantemente para estar enterado del proceso: te cuenta que allá no se sabe nada de los detalles de lo que ocurre; te alegras por los que están bien, lloras ya la pérdida de los que no has sabido nada. Son tus amigos, son tus hermanos, pero sabes que si te los encuentras caminando erráticamente por la calle, ya no son ellos. Les harás el favor que querrías que te hicieran a ti si fueras tú el infectado.

Anótalo todo: el primer día y los infectados lentos y torpes, el segundo día y su hambre descomunal, los puntos débiles no focalizados, la actitud errática, la costumbre por subir a los lugares más altos y quedarse ahí. Anota también lo que has descubierto observándolos desde tu balcón: no sabes aún qué sentido usan, pero no estás seguro de que sea la vista o el oído; se están haciendo más pálidos cada vez; no les gusta el sol del medio día, pero pueden estar en cualquier luz que no sea demasiado fuerte; no le temen al fuego, a las linternas, ni a ninguna fuente de luz que no sea el sol, a pesar de que les desagrade estar iluminados; se están moviendo más tiesos y más rápidos cada vez, como una araña de cuatro patas heridas; no les importa caerse, lastimarse o que los lastimen; solo caen cuando se desangran hasta cesar sus funciones, si es que mueren; nunca has visto uno que no tenga nada de vida en sus ojos y temes eso; y finalmente: son feos, cada vez más y más feos.

Termina de almorzar el pancito con atún que te preparó tu mamá mientras piensas en estas cosas, mientras tratas de atar cabos: han cambiado, y siguen cambiando; nada asegura de que este sea, en sí, el estado final de esta enfermedad. Límpiate la boca, sube a la terraza de tu casa. Ahí estará tu hermano haciendo lo mismo que querías hacer tú. Chequean juntos el portón de la urbanización cerrada en donde viven. 15 infectados intentando entrar: meten los brazos, intentan meter la cabeza a través de la reja, muerden la reja, se muerden de vez en cuando, vomitan. Frente al portón hay una piscina verde de vómito lemnoso. Temes las posibilidades de contagio.

- ¿Ta todo listo, Gordo?
- No sé, papi está preparando las cosas.
- ¿Y los niños?
- Con mami y Mónica.
- ¿Viste que jugamos ayer otra vez a Star Wars?
- Sí – sonríes – y esta vez él era Darth Vader.
- Sí chico. Tan chiquito…

Leo, tu hermano, no completa la frase. Tú ni ganas tienes de que lo haga. El lado oscuro ahora es verde y está en el portón de tu casa, amenazando todo lo que conoces y amas.

- Yo creo que papi ya está listo – Di, y ve a revisar.

En el garaje tu papá está pasando lista de todo lo que va en la camioneta. Revisas la lista: Alimentos no perecederos, mucho atún, linternas, pilas y más pilas, radio de pilas, varios objetos contundentes y armas, ropa, varias cobijas, un par de camas inflables, la cámara, celulares y cargadores, dinero en efectivo y tarjetas, y otras cosas más que aún no estaban marcadas. Decides ayudarlo a completar lo que falta.

- Traete el pote de carne, y tu arco – te dice.

Buscas primero el pote de carne, está en la cocina: un pote sellado de carne podrida que preparaste como señuelo en caso de encontrarte en una diatriba. Sabes bien que los infectados no diferencian entre carne viva o muerta, carne humana o animal: tan solo quieren clavarle sus dientes a algo. Pesa, el pote. Mételo en la camioneta. Ahora busca el arco, está en tu cuarto. Piensa que es la mejor adquisición que has tenido en tu vida, y que la técnica de arquería es la mejor habilidad que tienes ahora. Revisa todo lo que hay en el estuche: 12 flechas, el arco desarmado y el limpiador que has preparado: un cilindro de goma espuma recubierto en plástico que has preparado con cloro y alcohol, no importa la infección que tenga la flecha, no sobrevivirá al pasar por ese limpiador. Ten 3 de estos de todas formas.

Ya estás casi listo, ya todos están casi listos. Revisa tu celular y llama a Marly, dile que vas saliendo. Tranca la llamada y date cuenta de la llamada perdida: Vicky. La llamas y te das cuenta de que se te ha adelantado. Ya está en la cola inmensa que hay para salir de la ciudad por el puente sobre el lago. Mierda, dices. Apura el paso.

Camioneta lista, equipaje listo. Calientan los dos carros en los que saldrán tú, tu hermano, tu mamá, tu papá, tus dos sobrinos, su mamá, tu hermana y el novio de tu hermana. Sales a tu misión, encomendada a ti desde que se te ocurrió el plan de evacuación. En la calle de la urbanización te paras frente al portón con el arco ahora armado, lo dejas a un lado. Tomas una flecha, te acercas al portón. El ruido de los infectados se hace más frenético. Tu mamá está angustiada detrás de ti, lo sabes, pero no hace el más mínimo ruido. Tu papá está mortificado en el carro, lo sabes, pero espera callado tu operación. Solo escuchas el gargajeo eufórico de los lemnosos en el portón y el sonido de los dos carros. Aprieta tu flecha, acércate al montón de brazos y, con cuidado, clávala entre la ceja y ceja del infectado más cercano. Sentirás el cráneo romperse con resistencia, y luego la flecha adentrarse en lo que fue el gelatinoso órgano de pensamiento, que ahora desprende un desagradable olor al sacar la flecha. Caerá al instante en un ataque epiléptico y se dejará de mover. Aléjate ahora de la cerca. Limpia la flecha. Uno menos, faltan 14. El sonido de dos carros, los gargajeos y tú. Repite la operación, cae otro. El sonido de dos carros, gargajeos y tú, otra vez, cae un tercero, y así un cuarto, un quinto, y el sonido de un tercer carro. Te volteas, siguen ahí los dos carros de tu familia, listos para salir, no hay más en la urbanización. Mira entonces más allá del portón: un carro se acerca por la plaza, esquiva infectados y acelera a la urbanización. Mierda, di. Mierda, es. Es un carro conocido, un carro de la urbanización, un carro de un vecino que va llegando a su casa, al fin, luego de haber escapado de quién sabe qué horrores, y que esperas, no sea tan imbécil como para activar el portón eléctrico desde su carro con el control. No seas imbécil, di. Marico, no. Ay marico, no. Aprieta la flecha, y alguna otra cosa que puedas apretar, el portón se activa.

Te volteas de inmediato y corres a la camioneta. La puerta se abre y saltas dentro. En la camioneta abraza tu hermana, y busca el pote de carne. Tenlo a mano.

El portón abierto sirve de alivio a los infectados que ahora entran, los 9, los 10, los más, y como los dos carros de tu familia ocupan la calle ni ustedes pueden salir, ni él puede entrar. Cornetas, infectados, vómitos, cambios de luces. Ten miedo, ten más miedo que eso. Lo sabes, no puedes salir si no se resuelve esa situación inmediatamente. Resuelve esa situación inmediatamente. Necesitas tu arco, necesitas tus flechas, y tienes la carne en la mano.

Toma una bocanada de aire. Abre la carne podrida, saca un pedazo, abre el vidrio y lánzalo. Los 3 o 4 infectados que estaban encima de la camioneta saldrán tras él. ¿Visión, olfato? No te da tiempo de pensar. Corre, ignorando los gritos desde la camioneta. Corre duro, y toma el arco, las flechas, y apunta hacia el carro entrante. No se mueve. Mierda, di. Mierda, es. Corre de nuevo al carro y lanza, duro, más carne podrida. Caerá apenas en la piscina de vómito. Infectados se concentrarán frente al carro entrante, el cual tendrá pánico y saldrá de ahí en retroceso.

- ¡Arrancá! – Dile a tu papá. "Pa que sea serio" piensa, y respira.

Pican cauchos, pasan sobre la montaña de cadáveres. Se siente como el peor hueco en el que han caído. Se siente como pasar sobre un montón de frutas que se destripan y derraman sus jugos. Ya saliste de ahí, de tu casa. Respira. Todavía huele a carne podrida.

Tu hermana te da crema para las manos, pero aún no se va el olor. Piensa que esa podredumbre es inevitable ahora, en cualquier parte de la ciudad. Recuéstate, respira más. Recuerda, casi con una sonrisa, la banda sonora de aquel juego apocalíptico, Fallout, y búrlate a tus adentros de lo preciso del recuerdo. Mira hacia tu vieja casa y despídete, ahora sorpréndete, los cadáveres, agujeros en la frente y todo, se están levantando. Definitivamente la infección está empeorando.



14 de agosto de 2011

Capítulo 13: Para cerrar los ojos

Día 4:  Madrugada

“No hay ciudad que resista esto”, se lee en la pantalla de un cuarto oscurísimo e inmenso en el que está sentada la figura de un hombre gordo, inclinado hacia la computadora, a punto de tragarse los pixeles. La boca semi-abierta, la mano ávida moviendo el ratón se levanta y vuelve al teclado como quien vuelve al hogar y vibra, teclea, cambia al mouse, click, click.

Detrás del hombre se levanta la sombra y la soledad. La tenue luz del monitor apenas alcanza a chocar con la figura obesa, poco logra iluminar el entorno. Aún así, con poca luz y todo, se dibuja el contorno de un montón de aparatos grandes, con pantallas también, apagados. ¿Fuera de servicio, quizá?

El techo altísimo no mostraba rastros de luces, las paredes no alcanzaban a reflejar nada, el único sonido era las ocasionales teclas y la marcha de click.

Abre una decimoquinta pestaña en el explorador, teclea www., se queda pensando, se estira, sus huesos se acomodan, vuelve a la patética posición y termina de escribir twitter.com. Inicia sesión: SoslemnaMCBO, contraseña… ********************. Revisa los DM, usuario por usuario. Click.

alexcucho:¿Dónde estás? Necesitamos refugio. Hay infectados en la zona norte ya. ¿Cómo llegaron tan rápido?

No da respuesta. Click.

Mulleriot: AYUDAA!!! MI TIO ESTA INFECTADO QUE HACEMOS???

No da respuesta. Click.

Bitterdani: Hace mucho que no publicas ¿Te infectaron?

No da respuesta. Click.

Soykenny: Hay posibles infectados en la zona sur. ¿Pa’ donde agarramos, mijo?

No da respuesta. Espera un poco, observa la siguiente casilla de DM. La foto de Cecilia mirando de perfil parece viva a través de los pixeles. Click.

Cecilinta: Sé quién eres. Ayúdame. Estoy sola.

Observa entonces también su respuesta. La respuesta a la respuesta, revive el diálogo.

SoslemnaMCBO: Ve a la esquina del Bingo Maracaibo con 9b, te espero ahí en media hora.
Cecilinta: no tengo media hora.
SoslemnaMCBO: No tengo cómo buscarte, ve ahí entonces lo más pronto posible.
Cecilinta: ok.

Se levanta de su silla, camina en la oscuridad, se encuentra con una puerta y sin necesitar tantear una segunda vez encuentra su perilla y la abre. Adentro duerme la figura de una mujer morena y bella. Un cuerpo fuerte que, piensa el gordo, la ayudó a escapar; unos ojos grandes incluso detrás de sus párpados cerrados que, piensa el gordo, la ayudó a verlo a él dentro del edificio; unas manos muy pequeñas que, piensa el gordo, la ayudaron a atrapar las lágrimas de saber muertos a cada uno de sus familiares. Era de esperarse, Cecilia, amiga del gordo, vivía muy cerca de Santa Lucía, golpeada el primer día.

La respiración de Cecilia era tranquila y pesada, eso le bastó al gordo para cerrar de nuevo la puerta y regresar a la computadora, en donde se sienta, toma una bocanada de aire, mano al ratón y teclado y concierto que comienza: clicks, teclas, titulares en páginas abiertas.

Zona norte infectada, residentes de San Jacinto preocupados. Maracaibo, cae el sol. Adiós, adiós, centro de Maracaibo. Se recomienda a los residentes de la ciudad de Maracaibo atender a las instrucciones de Polimaracaibo. Polimaracaibo resguarda las zonas aún no infectadas. “Enfrentamientos y riñas no resolverán nada” afirma jefe de Polimaracaibo. Guardia Nacional interviene en delicada situación de la ciudad. Trabajan en una cura en el Hospital Universitario. Infectado Hospital Universitario. Refugio habilitado por el gobernador Pablo Pérez en el Lucila Palacios. No se descarta infección por comida de calle. Masacre en Ateneo Pop. Muere un niño de 4 años en pánico del Sambil Maracaibo. Gobierno Central se rehúsa a pronunciarse hasta tener una solución. Gobierno Regional acusa a Gobierno Central. Chávez asoma la posibilidad de que sea un ataque biológico. EEUU se pronuncia sobre la infección Lemna. "No salen al sol" anuncian autoridades médicas. Evitemos alturas y lugares oscuros.

Nada nuevo.

Decide agarrar su teléfono, conectado a la computadora, y marcar.

Tono.

Tono.

-¿Aló? ¿Qué fue? ¿Qué me teneis?
-Verga chico, nada. No lo encontré.
-¿Ninguno?
-No
-Verga… Buej, qué más coño. ¿Y cómo está todo? ¿Estáis bien?
-Sí, sí. O séa, lo bien que se puede estar. La verga está fea…
-Sí, chico. Y pensar que lo decíamos en joda.
-¿En joda? En joda lo dirías vos, chamo. Yo hablaba en serio.
-Bah. Mirá. Busca la manera de regresar con comida. Pero no de poquita, loco. Comida, en serio. Traete algo. Saqueá una verga, no sé.
-Dale, voy a ver qué puedo hacer. Mirá. ¿Cómo está Cecilia?
-Bueno, chamo. Al menos ya está durmiendo.
-¿Sí? Verga, qué bueno.
-Sí… Lo de ella fue feo, loco. Y uno, que conocía a sus padres y vaina.
-Verga sí, loco. No me imagino.
-Bueno chamo. Venite pues, que es tarde.
-Dale.

Tranca. Se recuesta en su silla, inhala, exhala, vuelve a la computadora, revisa las cuentas de twitter. Pasa de largo lo que no le interese, se concentra en los tuites que aporten información.

@Kathizhitaxx: Los zombis están reaccionando distinto. Tengan cuidado. Están más violentos.
@:Ninua YA NO SON LENTOS
@Miranda486: Mataron a mi perrita cayéndole encima y se la comieron. :(
@ApiOcumo: Se muerden entre ellos, muerden paredes, árboles, muerden lo que sea.
@Alicia_1908: No hay zonas seguras. Hay que escapar.
@Conniewtf: ¡Al puente! ¡Hay que ir al puente!
@Republikzuliana: Zona sur, Zona norte, centro, la limpia, la curva, el km4, y más que todo cada centro médico está infectado.
@anipeto: ¿@chavezcandanga no dice nada? O sea, tiene cáncer, sí, pero nos están matando!
@elfirijullo: El puente está cerrado, los GN lo tienen controlado.
@exodus: El puente está abierto, están dejando pasar a los que no estén infectados.
@Fabititas: No hay carritos, los conductores temen a los infectados.
@Kuferd: Empezaron los saqueos.
@dwilf: Lemna, aunque sean varios, o muchos, llamémoslos la lemna, a todos.

Ante la marea de tuites, el gordo coloca las manos sobre el teclado, y con tristeza escribe:


SOSLemnaMCBO: Esta es una noche muy muy oscura para Maracaibo.

Aquel tuit sería profético y de plumas negras.

La noche parece tocar una tonada triste, un piano de despedida que arropa los hechos, la sangre derramada, la duda de si mañana saldrá el sol. Despedidas, sí, se escuchan a lo largo y ancho de la que fue la tierra del sol amada: Vanesa, en su edificio, no se esperaba que la lemna rompiera la puerta y el portón, devoraran al pobre conserje, subieran por las escaleras a darse festín en cada apartamento y la obligara a despedirse entre la sangre derramada de su madre y su hermano; Yaruska miraba al cielo en donde estuvo alguna vez el sol mientras cabezas podridas mordisqueaban las entrañas del feto en su vientre; Bianca corría por toda la avenida 20 de Maracaibo, y sudaba, y se agotaba, mientras la horda hambrienta no descansaba en su persecución; Miguel se levantaba y dejaba por primera vez sin comer su hamburguesa en la mesa para huir de la masacre en Rápido y Furioso; Maru intentaba llamar mientras la atrapaban en el baño de Bibas, su novio no contestó; Johana besó a sus gatos y los encerró en su closet mientras escuchó que se rompía el seguro del apartamento de su abuela; Keyla estaba de visita, gritaba, estaba de visita, de visita, ella ya no vivía aquí, y ya no viviría; así tu amiga también murió, así también tu conocido, el chamo con el que saliste aquella vez, aquella chama fea, decías, y que te buscaba, ahora está entre los dientes de algún podrido lemnoso que también se comió a tu mejor amigo, a tu hermana, a tu hermanastro, a tu madre, a su padre, y al bebé.

No, no te lo esperabas. No, no es como te lo contaron. No es como se lo esperó Roberto, al ver el tuit, llegar a casa de Andrea y encontrarla abierta, sin tía y sin madre. Se bajan Estiven, Hermócrates, Andrea, Virginia y Maara. El guardia se lleva el carro y afirma que, ya que él lo prendió…

- ¿Dónde están todos?
- Estoy llamando a tu mamá al celular, Andre.
- … Sí, ok. Dale – responde desconcertada.
- ¿Y esta vaina? – Hermócrates está igual de confundido.
- No contesta.

La casa vacía, sin rastro de ataque, parecía dormir en silencio. Prenden todas las luces, iluminan los pasillos, la sala, la escalera. Se sientan un momento, mientras llaman y piensan.

Roberto aún no logra contactar a su familia.

Estiven no tiene cómo llamar a su mamá.

Hermócrates busca en cada cuarto de la planta baja ¿Será que están en los cuartos de arriba?

Andrea se hunde en el sofá, queriendo ahogarse en la tela.

Virginia escucha el tono en su celular.

Tono.

Tono.

- ¿Aló? Papá – llora - ¡Papá! Coño al fin, papá. Sí, papá, estoy bien. En casa, de… Cálmate, sí. No, nada. En casa de Andrea. Sí, todos. Bueno, luego te cuento. ¿Me voy para allá? ¿El puente? Sí, yo creo que no hay problema… Sí… tienes razón. Sí. No y no sé si me pueda mover tampoco. Mañana, yo creo. Yo les comento y te llamo ¿Sí? ¿Cómo están todos? Coño papá, qué bueno. – Llora más – Sí, mañana, papá, yo te aviso ahorita. Sí. Un beso papá. Un beso a todos. Te amo.

Tranca. Llora y sonríe. Roberto sonríe con ella y se sienta a su lado. La abraza.

- Cónchale Roberto – se le entiende entre sollozos – o sea, yo sabía que estaban bien, pero escucharlos – llora.

- Sí. – Roberto suspira – me imagino.

- ¿Lele? – Pregunta Maara, que ve preocupada el llano de Virginia. Esta no le responde. Maara resuelve por sanarla, sobándole la cabeza. Virginia se la monta en la pierna y la abraza.

En eso, Hermócrates sale del lavadero confirmando que no hay nadie en la planta baja, y cuando se dispone a subir los pasos de alguien que baja por las escaleras lo paran en seco.

- ¿Mamá? – Pregunta instintivamente Andrea

El gordo se ha cansado de estar mirando la pantalla, el cuadrito en blanco, saber que no puede tuitear nada que vaya a ayudar a sus lectores. Que no puede salvarlos. Que la vaina está ya muy jodida. Que debería despertar a Cecilia e irse para el puente, a las ya, con ya minutos; pero no. Ella ha pasado un día duro, él tiene mucha hambre, y quiere dormir. ¿Pero cómo dormir? Maracaibo no duerme, agoniza, y teme cerrar los ojos. Teme no abrirlos de nuevo. Él también teme eso, y para cerrar los ojos necesitas no tener ese miedo, o necesitas estar tan apaleado por el cansancio que no te quepa ningún sentir. Cerrar los ojos, así como Cecilia, tranquila al fin, es algo que Maracaibo haría una última vez, y no hoy.

- No – responde Hermócrates acercándose al grupo, - esos pasos… son muy pesados.


31 de julio de 2011

Capítulo 12: Así era Maracaibo

Los budistas, recordaba Andrea, hablan de una paz en el vacío. Una cosa así como que el vacío de emociones, de pensamientos y de apegos lleva a ese lugar que llaman nirvana, y que está a la vuelta de la esquina pero que nadie sabe cuál esquina exactamente, y que no se pega escopetazos en la cabeza ni canta del olor al sudor del espíritu adolescente; porque no piensa, porque no siente, porque paz, pues.

Qué mollejero de mierda hablan los budistas: allí estaba ella, sentada en el horno en el que estaba convertido el asiento trasero del carro de su tío, sin pensar nada, sin sentir nada, sin desear nada, ni siquiera que el carro finalmente arrancara y los sacara de ese centro desolado en el que estaba convertida la Plaza Bolivar y pudiera sacarse todo el sudor, todas las lágrimas, el dolor, la peste de recuerdos; definitivamente sin paz.

- ¿Y si le da un golpecito al arranque? - Pregunta Roberto desde el asiento del conductor.
- No, no creo. Verga... - Hermócrates se seca el sudor. El calor lo abrazaba y lo abrasaba con cariño y furia, acentuando la molestia de que el carro no prendiera. - Y le arreglé el radiador a esta remierda la semana pasada. ¡No joda! - Patea el parachoque.
- ¿Y qué tiene que ver el radiador con que el carro no prenda? - Pregunta Roberto, intentando de nuevo, el arranque se queja, se ahoga, no enciende.
- Se recalienta una minguita y la golilla del coño esta se jode, chamín. 

Roberto no está convencido de lo certero de la explicación de Hermócrates, ni del significado de la palabra "golilla", sin embargo resuelve por no preguntar más. No había peligro urgente. Habían salido del Hospital Central tal cual como entraron: Roberto entró y salió igual, Hermócrates ciertamente parecía haber salido igual, Andrea, bueno, ella no tanto. Andrea era la única que había salido con una certeza absoluta de lo que estaba sucediendo hasta el momento, y tal certeza la tenía sentada, sin reacción, en la parte trasera de un carro parado en la Plaza Bolívar, dirección a la Basílica, en un centro desolado y azotado por un sol que a pesar de estar muriendo no disminuye su aporte. No habría sido así días anteriores, el centro: la bulla y el caos armónicamente articularían el corazón de una de dos dimensiones de una sola ciudad: La Maracaibo que ruge, de barba y sombrero, la Maracaibo sabia y antigua, aparentemente desordenada y rabiosa, el infierno de polvo y calor que describieron los autores alemanes, la infortunada colisión de modernidad estancada con picadas de contemporaneidad, que no termina de aceptar ni rechazar, y se la rasca que te rasca; mientras fantasmas del pasado y presente comparten el desayuno.

- Señor Hermócrates - se escucha la voz desde dentro del carro, - señor Hermócrates, métase en el carro.
- ¿Con ese calor? No mijo, seré yo güevón, salgan ustedes, más bien, que se van a asopar ahí.
- Señor Hermócratres, ya, métase, que viene uno.
- ¿Un qué?

Hermócrates no pudo evitar sentirse imbécil al preguntarlo, voltear, y ver a un cuerpo anciano, demacrado, con la piel tostada por quizá días del inclemente sol del centro, puntos blancos resaltados por el contraste poblando su barba y cuello, ropa tan notoriamente sudada que la sola imagen enviaba una señal de olor, y caminar arrastrado y flojo. Hermócrates en dos movimientos está ahora dentro del carro. El viejo se acerca, se rasca la joven barba, y se para frente al carro. Los que están dentro no dicen nada, el viejo apenas entorna los ojos. Así pasan segundos, 15, 30, hasta que el viejo, con un movimiento violento, pone ambas manos en la capota, sonríe mostrando una dentadura terrible y suelta un chillido feliz.

- ¡Ajaaaa! ¡Muchachitos vivos! ¡Ve chico! - Aplaude, sonríe, celebra. - ¡El coño e su madre que los trajo! ¿Cómo llegaron? No, eso no importa, chico. No. Y los modales - se seca el sudor, se limpia la mano en el sucio trapo que tiene por camisa y lo extiende hacia el parabrisas, - Don Justo González Semprum, un placer.

La sonrisa de Don Justo ilumina el momento incómodo de silencio dentro del carro. Nadie habla, nadie opina, y sobre todas las cosas, nadie puede creer que el viejo les esté hablando, y por lo tanto, nadie devuelve el saludo.

- Dos opciones, a este viejo: o le tostó la cabeza el sol, o está medio infectado - opina, finalmente, Roberto.
- Mardito viejo, chico - agrega Hermócrates, subiendo el vidrio.
- ¡No, no, no, no! No chico, no. Ve que yo soy uno de los que no son. Veme, aquí ve - se abre la camisa, descubriendo un pecho de reflejos blancos, pelos canosos y sudados - limpiecito como un sol - sonríe, transpira asustado, - ¡Limpio, chico! Vai salgan. Salgan, chico.

Nadie sale. Nadie se mueve.

- Qué molleja - se rasca la barba, se seca más sudor, silencio. Se sienta en la capota del carro, - qué molleja, chico. Por eso estamos como estamos. La verga esta se la llevó quien la trajo.
- ¿Qué vaina está diciendo, pues? - Pregunta Hermócrates.
- No sé. Parece que ya nada.
- Abran el vidrio. Si vemos que quiere entrar lo cerramos. Digo, para que al menos escuchemos. No podemos hacer más. - Finalmente se escucha la voz de Andrea. Roberto abre el vidrio.
- ¡No joda! - Comienza, de nuevo, el viejo, aún sentado en la capota del carro. - Cepillao, verga. ¡Cepillao! De colita, uno de colita. Verga, así sea uno de limón. Algo pa chupar. Los labios los tengo curtíos, ya. Mirame la lengua, rajá.  Y venís vos a cerrame el vidrio, chico, no. Qué molleja chico. Qué de valor. Qué de cojones. Vergación. Y los vergos estos, por ahí, escondíos. Lemnuos de mierda. ¡Lemnuos de mierda! ¡Me escuchan! ¡Marditos todos! - Golpea con fuerza la capota - ¡Marditos remardecidos dos veces, no joda!¡Me cago en ustedes! - Solloza, lo notan por su los espasmos en su espalda, por su quebrada voz. Continua. - No era así, chico. Llegaba, antes, la gente. Y esta vaina despertaba desde allá, desde el lago, bendecido por la luz de nuestra señora la Chinita, que llegó en la tablita, al mismo puerto, que amanece siempre, chico. Siempre está amaneciendo en Maracaibo, siempre estaba amaneciendo, se sentaban todos los vendedores, los pregoneros. ¿Sabías, José, que yo fui pregonero? Ay sí, mijo, te lo había contado, pero es que a esta edad a uno se le olvida todo, mijo. Pero fui pregonero, como esos pregoneros del medio día. Tenías que tener un gañote, mirá, pa gritar. Verga, si hasta hace poco podías oír de a gritos a los vendedores del centro. Cualquier corotico que quisieras, mijo, podías encontrar entre las voces, en pleno día. El ajetreo, mijo, con el que subsistíamos. Subsistíamos, mijo, pa llegar a la noche. No importa, mijo, si tu noche o mi noche. La tuya de luces, la mía de furros, ambas, mijo, vergatarias, de calles iluminadas con vida. ¡Vida, mijo! Estábamos vivos, Chinita santa, Chinita bella. Estábamos vivos, y de brutos, vergación, burros: no lo sabíamos.
- ¿Andrea?

El sonido de un carro, se acerca. Andrea voltea. Es Virgina, y dos hombres, en un carro que se acerca hacia ellos. A este punto de sus pesares no tenía ganas de preguntar, se aferraba al único alivio que había sentido desde ya no recuerda cuándo: siente que fue hace tanto.

- Un ángel, esta muchacha, ¡Dios! - Exclama Hermócrates, bajándose del carro, ya sin pensar en el viejo Justo.

El carro para, Virginia se baja, y saca a Andrea del carro para abrazarla, quien rompe a llorar de nuevo. Virginia entiende, y hasta Maara, al ver la escena, se acerca y la soba toscamente en la pierna. Desde el carro, sin embargo, una voz nerviosa rompe el encuadre.

- ¡Bueno, móntense pues! - Implora Estiven.
- ¿Pero por qué el apuro pues? No hay infectados por aquí  - dice Roberto.
- No Robertico, hay que movernos. En el camino les explico.

Se acomodan, como pueden en el carro, y justo cuando se va a montar, el último, Roberto, nota al viejo Justo parado a un lado del carro que están abandonando.

- Don Justo - lo llama Roberto - ... ¿Quiere que lo dejemos...? No sé. ¿Le damos la cola?

Don Justo sonríe, y mira hacia la casa de la capitulación, al otro lado de la plaza. Sonríe.

- No, mijo. Puedo llegar caminando.
- ¿Seguro, señor? - Virginia no está segura.
- Sí mija, Dios te guarde.

Se terminan de acomodar en el carro, y Don Justo camina entonces hacia la casa de la capitulación, o casa Morales, envuelta en sombras. El carro arranca.

- ¡Para! - Exclama Virginia - Los infectados, ¿No se acuerdan? Prefieren las alturas... y las sombras.
- Ni por el culo paramos, doctora. Nos tenemos que ir, y es ya.

Y se van, dejando en el fondo a un viejo caminando con los brazos a su espalda. Sonríe tranquilo, y habla solo.

- Ya te alcanzo, José. Mijo, ya te alcanzo. - Regala una última mirada al carro que se aleja, y canta - a ese Maracaibo, señor turista, lo recordará, igual que yo. 



18 de julio de 2011

Capítulo 11: Resucitó de entre los muertos III

Día 3: Día

Un buen recuerdo de Karina, como cuando se conocieron de chiquitas, carajitas, doce o trece años, la una frente a la otra sin saber qué decirse, porque sus padres las habían presentado para que jugaran, por eso de que la edad igual y esas cosas, y jugaron, nada serio, cuestión de botones en un cuarto, y Mario saltaba y Andrea tenía su primera amiga, porque de no ser tan rara, pero ajá, a Karina le gustaba que fuera tan rara; un buen recuerdo así.

U otro, mejor, cuando Karina le presentó a sus amigos aquella tarde de años después, que se volvieron a hablar después de una ausencia de contacto por quién sabe qué cuestión tonta, y Andrea les cayó bien, tan bien, que aún habla con Roberto, ¿Verdad Roberto? Ah, no puede contestar Roberto. Ahora no. Por eso, otro recuerdo de Karina.

Mejor, otra tarde en su cuarto, casi noche, muchos años después, pocos meses antes de este momento, jugando, cuestión de botones, y Karina saltaba, y Andrea no le quería preguntar si le gustaba o no le gustaba, pero lo pensaba, tanto pensaba, pero tanto sudaba, pero ajá. Se veía tan linda, Karina, buen recuerdo, así.

No como ahora.

- Pero ajá. A ti, qué. ¿Las mujeres o los hombres?
- No sé Andrea, ajá. Tú sabes, que no sé responder eso.
- Tú tenías novio.
- Pero ya no.
- Ajá, pero tenías novio. Novio, con O. ¿No te gustaba?
- Tú siempre estuviste enamoradita de este chamo, ¿cómo es? ¿Toñito?
- No quiere decir.
- Exacto, no quiere decir. Nada quiere decir nada. Es más, chica. ¿Por qué decimos tanto?
- ¿Cómo así?
- Ven.

Andrea dio el paso. Ahora sí, dio el paso. Caminó hacia Karina con determinación y sin miedo. Con la seguridad de las ganas de darle un abrazo, de sacarla de todo ese embrollo, de los murmullos de los enfermos, del grito seco de los lemnosos, de los brazos pálidos que la rodeaban al final de ese pasillo de lerdos caminantes, tropezándose con las paredes, abriendo la boca como para comerse el aire, y caminando hacia ellos desde principio de las escaleras.

Roberto estaba preocupado. Tras el correteo en el que los puso una horda de infectados que se aventuró a bajar las escaleras tras ellos, se había armado, junto a Hermócrates, con el palo de una escoba y un lampazo. Se defendían, sorprendidos, con destreza: el palo de la escoba podía mantener a los hambrientos caminantes que se lanzaban con torpeza hacia ellos. “Si la vaina es así, no hay mucho de qué preocuparse”.

- Estos vergos son lentos y bobos como ellos solos. Todo bien, todo bien, carajitas – Afirmaba Hermócrates tras varios golpes de lampazo a la cabeza de los infectados, - mirá cómo se caen. Pendejitos.

Sin embargo la horda, de treinta o más caminantes, seguía bajando por las escaleras hasta mostrar a Karina, entre la multitud, quien sonreía al verlos. “¡Karina!” gritó Andrea, y Karina estiró su brazo hacia donde ella estaba. Al mismo tiempo hicieron todos los enfermos, que la rodearon de brazos en una escena de altar enfermo y purulento. Andrea, aliviada, se olvida de todo y empieza a caminar. Karina está ahí.

- ¡Andrea! – El desespero de Roberto le quiebra la voz - ¡Andrea! ¡Qué coño estáis haciendo! ¡Andrea! – Batazo, otro lemnoso cae - ¡Coñoesumadre Andrea!
- ¡Andrea! Esta coñita de su mierda ¡Andrea! – El tío se intenta acercar, pero teme.
- ¿Qué? Ahí está Karina.
- ¡Qué coño Karina ni que mierda! ¡Andrea! ¡Coño vení! – Roberto estaba desesperado, lemnosos a pocos metros del cuerpo de Andrea, Karina al final de un grupo bastante repulsivo, y él sin más que un palo de escoba - ¡Coño Andrea! ¡Ella ya no es Karina! – Al oír esto Andrea se voltea con violencia.
- ¡Cómo que ya no es Karina? ¡Qué coño estás diciendo, güevón? ¿Qué? ¿La queréis dejar aquí? – Andrea voltea, camina.
- ¡Andrea!

Andrea se voltea una vez más.

- ¡Esta mierda no es una película de zombis! ¡Esto es gente enfer…

Karina, finalmente se acercó, pega su nariz a la de Andrea, la cual derrama la sensación por el resto de su cuerpo, cada poro responde estimulado: sabe lo que viene, quiere lo que viene. Los labios se abren paso entre el aliento, se deslizan en la humedad nerviosa de los labios de Andrea, y tejen el beso esperado. Sí, así se sintió, qué buen recuerdo. Qué buen recuerdo. Qué buen recuerdo. Esta, esta no es esa Karina. Esta se acerca, sí. Quiere pegar su nariz a Andrea, sí. Quiere comerse a Andrea.
El sonido seco de la madera contra el cráneo derriba el cuerpo de Karina a un lado, Andrea se echa a llorar y no le da tiempo de caer arrodillada cuando el tirón de brazo que le da el tío Hermócrates la lanza contra una pared, cercana a la puerta de salida.

- Nos vamos, y al coño.

Roberto hala a Andrea fuera del hospital, Hermócrates va tras ellos. La luz del medio día los abrasa y por alguna razón Roberto se siente protegido. Andrea está paralizada, ida, muerta en vida parada en medio de la plaza de entrada al hospital. Roberto la mira, y con torpeza, la abraza. Andrea rompe a llorar. Aumenta el desgarro, grita, no se le entiende lo que dice.

- Ya, ya – Roberto le soba la nuca. – No podías hacer nada, Andre.
- ¡Qué coño es esta verga? – Se entiende entre los llantos desesperados de Andrea.
- No sé, Andre. Mejor que nos vayamos.Y ya.

Andrea alcanzaba a asentir con la cabeza. El carro. Ir hacia el carro, agarrada de lo que le quedaba, colgado de Roberto, del olor del perfume de Roberto mezclado con el sudor y llanto, y de su tío: Hermócrates, él, que ya no estaba tras ellos. 

Junto al carro, Andrea y Roberto miran a la entrada del hospital de la cual no sale nadie: ni infectado, ni tío.

- Y ¿Hermócrates? – Roberto pregunta preocupado. Andrea, se echa a llorar más, ahora sostenida del carro, sin querer mirar a la entrada del hospital.

Cinco minutos, el calor se hace sentir, la luz desdibujaba los contornos y levantaba un vapor desde la tierra, secándole hasta el sudor. Los ojos entornados para poder ver algo, Roberto sigue angustiado. Diez minutos, ni una brisita siquiera. Tío no sale. Quince minutos. ¿Qué hacer? Si sale un solo enfermo de esa vaina, se van. Sí, eso piensa Roberto. No queda de otra. Coño, pero, ¿otro cercano? ¿Que Andreita pierda otro ser cercano? Muy jodido, coño. Veinte minutos, Andrea ya solloza, el calor aprieta y una figura, finalmente, aparece, caminando hacia ellos entre el encandilador fulgor.


- ¿Y entonces qué hacemos, Doctora?
- No sé, no sé. O sea, ellos van a querer subir a los niveles más altos del centro comercial. Creo, pues. Coño, es que ahorita tengo otra vaina en la cabeza.

Virginia está consternada. A pesar de que llama y llama, Andrea no contesta. Tampoco Roberto, tampoco su papá. No sabe qué hacer, solo sabe que no quiere subir a los primeros pisos. Con su brazo izquierdo, aprieta a Maara contra su cuerpo y dice:

- Vamos al sótano. No van a entrar por el sótano, y no van a bajar al sótano.
- Sí va.

Bajan, bajan más, en el nivel feria de nuevo se dirigen a la puerta del sótano, la abren y un silencio espantoso los arropa. No hay nadie, como era de esperarse, pero hay unos tres carros estacionados.

- ¿Y estos carros? ¿De quién?
- Gente que los deja estacionados, carros enfriados, qué se yo. – Responde el guardia.
- ¿Y así cuida el centro comercial?
- Bueno, Doctora, los carros no van a robar ningún local.

Se resiste a mirarlo con desdén, porque la idea que ahora gobierna su cabeza se lo prohíbe moralmente. Mira más bien a Estiven, que la mira de vuelta con curiosidad. Como doctora, Virginia ha aprendido a leer a las personas, sabe que debe leer los síntomas escondidos, los que la gente tiene vergüenza de decir.

- ¿Sabes prender un carro?
Pasmado, Estiven no sabe qué responder - ¿Ah?
- Que si sabes prender un carro, sin la llave pues.
- Bueno, yo – Estiven titubea.
- Yo sí – sale el guardia – con ese modelo es facilito. Pero, ¿pa qué?
- Porque no estamos seguros si no van a bajar al sótano. Solo sabemos que su preferencia es subir a pisos altos. No sabemos por qué. Y sabemos, también, que tarde o temprano, van a romper la puerta.
- Ajá, Doctora, pero ¿Pa dónde vamos?
Virginia no se la piensa mucho – Al Central.
- Nooo joda. La pinga. Ni de verga. No. En cruz, no. – Se niega, categóricamente, Estiven.
- Ahí está la cura – miente, con velocidad.
- ¿Y pa qué coño queremos la cura? Aquí nadie está infectado.
- ¿Y si tu madre está infectada?
Estiven la mira con odio, aprieta los puños, y resuelve por lamentar resignado: – La puta madre.

Un carro gris, o plateado, no parpadea la luz de su alarma, que tampoco suena ante el vidrio roto. Se montan. Golpes, cables, Virginia abraza a Maara. La máquina intenta arrancar, otra vez. Una vez más. Arranca, ruge, acelera en pare, campanita de puerta mal cerrada, cierran bien, “el radiecito” dice el guardia: ninguna emisora sintoniza. Mientras el carro calienta busca entre los cds. ¿Might Lemon Drops? ¿Red Hot Chilly Peppers? ¿Nine Inch Nails? ¿April March? ¿Quién coño escucha esta mierda? Por no dejar, pone uno que, por los colores, le atrajo. Violent Femmes, y suena Blister in the Sun, para acompañar al carro que arranca, sube, se encuentra con la Santa María cerrada, la cual Estiven, con cuidado, abre y sube, corre al carro, se monta, y salen del centro comercial entre cadáveres caminantes, o tal cosa parecía. ¿Tan rápido, todo?

Lejos, en el Central, la figura que salió del hospital ya se acerca a los chicos. Hermócrates, intacto, sonriente y con un papel en la mano el cual dobla tras lanzar al suelo el lampazo sucio, dice satisfecho:

- Listos. Vamonós.
- ¿Qué hacías? – Dispara Roberto.
- Buscaba algo importante – responde Hermócrates, desafiante. Roberto no sigue indagando.

Se montan en el carro, y antes de arrancar, ven como los enfermos se agolpan en la salida, sin bloqueo alguno que les impida perseguirlos; aún así, por alguna razón, no pisan el espacio fuertemente iluminado por la luz del sol.

- Y estos qué, ¿Son vampiritos de crepúsculo? – Pregunta Hermócrates
- … - Nadie responde.
- Bueno, no me voy a quedar a comprobar si los mariquitos estos brillan.

Y se van, sin buen recuerdo que los ampare.

5 de julio de 2011

Capítulo 10: Más acá del sol

Días atrás

El ángulo, eso era lo que fallaba. Quizá un poco más abajo del ángulo anterior, así la parábola sería más pronunciada, más convexa, y finalmente alcanzaría el pequeñísimo, verdísimo, objetivo. Sí, ahí. Tiene que ser ahí. Se acomoda los audífonos, Metallica lo ampara. Hala ahora el particular proyectil, rojo, redondo: el último que le queda. Suena la tensión de la liga de la honda. Ahí, el ángulo perfecto. Dispara.

El pajarito dio en el blanco, el cerdito le dio unos 5000 puntos. Terminó el juego.

José sonríe, tiene ganas de celebrar, de saltar y hacer un baile de la victoria, pero contiene todo en apretar el puño y retraerlo sólo un imperceptible poco hacia su cuerpo. En su mente suenan las palabras “Pa que sean serios, marditos”. Había estado jugando el último nivel de Angry Birds desde hace unas horas, recluido en sus audífonos que ahora le daban Pearl Jam para esconderse de los tropicalísimos gustos musicales de Carolina, su novio Antonio y Fernanda. El pequeño Carlitos, hermanito de Antonio, parecía a gusto o cómodo entre todo ese reggaetón mientras pudiera ver la partida de Angry Birds de cerca.

Cuatro amigos en una lancha en camino a una isla bonita más allá del sol, arenita playita y la rumbita bonita y todo eso. Había humor hasta de orgias y sexo desenfrenado, de no ser por el pequeño Carlitos. ¿Por qué Antonio se tenía que traer al coñito?

Bah, para qué se caían a mojones. Carolina es una niña “de su casa”. Fernanda no le paraba ni media bola. Pero, hey, si hubiese venido Karina, sería otro el cuento. Esa caraja sí era atrevida, no microondas como la mayoría de las maracuchas que conocía. Pero no, no vino. Dijo que vendría y no vino. Quién sabe por qué carajo. Le habrá venido la regla, qué sabe él. Ahora está ahí, más acá del sol, en una lancha navegando en pleno Lago de Maracaibo con 2 mujeres de las que no obtendrá nada, un tipo que no le termina de caer bien, y su hermanito que, a estas alturas, podría ser mudo, o lerdo, o las dos cosas.

De hecho, esa es una de las cosas que – Ah, Du Hast, sí va - ¿Qué estaba pensando? Ah sí. Esa es una de las cosas que le daba más curiosidad a José. Carlitos, cuando no tenía algo en lo que entretenerse, se quedaba sentado ahí, en su puesto, cabizbajo, con la mirada completamente perdida, quién sabe en qué mundo de fantasía.

Bah, qué se le iba a hacer. El coñito era así. El viaje era así. Completamente distinto a lo que él se hubiese imaginado como una rumbita en la playa. En vez del desenfreno y el relajo, tendría lo que todos: unas cuantas cervezas y unos chistes malos entre música detestable. Luego, el viaje de regreso, y los payasos estos diciendo que fue el mejor viaje de sus vidas. Gracias al Dios en el que no creía por su buena batería de celular y su iPod lleno de música que lo amparara de todo mal.

Antonio, por otro lado, no estaba del todo cómodo detrás de sus sonrisas, de los chistes malos, y de la mano en la cintura de piel desnuda y caliente de su novia. Este viaje era una pequeña tortura. Carolina y Fernanda, amigas de por vida, vivían ahora un secreto que sólo para Carolina era desconocido. Antonio, entre cervecitas y rumbitas, había caído en unas insinuaciones hechas, “ay, sin querer”, por Fernanda. Lo triste de todo esto, es que de lo que se acuerda es de Fernanda desnuda, ni tan bonita como la imaginó, a pierna abierta y jadeando. No, no se acuerda del acto en sí. Todo fue tan torpe y, a quejas de Fernanda, tan rápido. Temía ahora en esa lancha que Fernanda quisiera recordar.

Por eso su movida. Había sido inteligente, “ge-nial”, se decía. Traer a su hermanito para evitar conversaciones fuera de lugar, y acercamientos “tontos y sin querer” de Fernanda. Ge-nial. Al menos hoy podría salvarse. ¿Podría salvarse? Su mente, la duda, la tortura. No muestra nada, sonríe. Otro trago de cerveza.

Silencio, nadie habla, se acaba la canción, el cd. Antonio lo saca. En el fondo, se escucha la chicharra desde los audífonos de José.

- Loco, quitate esa verga. Viniste a estar con nosotros, no con los comegatos esos que escucháis.
- Va pues. Ustedes escuchan a los tukkis del coño esos, yo tengo derecho a mis gaticos.
- Sí seréis marico.

El sonido del motor y la lancha golpeando contra el lago de tanto en tanto, aparte de eso, el silencio. Hasta que al fin José se quita los audífonos y pregunta, a quema ropa.

- ¿Cómo sería el fin del mundo en Maracaibo?
- Mialma, José ¿Cómo que fin del mundo? – Fernanda reía
- Así, fin del mundo, se acaba todo.
- Verga, me imagino que igual que en todos lados – responde Antonio, quien parece cavilar su idea – la gente se muere y empiezan los saqueos y tal.
- Yo no creo que en todo el mundo sea igual, eso es aquí que son todos unos salvajes – agrega Carolina.
- Qué salvajes ni que nada – José puntúa -, aquí apenas son honestos. Los maracuchos, digo, somos honestos, es todo. No nos andamos con las formalidades ni las güevonadas pa’ no perder el tiempo. Yo sí creo que Antonio tiene razón, la vaina sería igual. Es más…
- Capaz y Maracaibo no se joda – culmina Antonio.
- Ajá.
- Sí, bueno, sí – concuerda Carolina.
- ¡Es que nosotros somos arrechos! – Fernanda pega un gritico odioso y ridículo, como de presentadora de concurso de televisión. Todos, excepto Carlitos, beben.
- ¿Qué sería lo primero que harían? - Pregunta ahora Carolina - ¿Qué sería lo primero, en caso de que sepan que es el fin?
- Rezar – responde Fernanda, muy seria, ahora.
- Yo no sé. Creo que escucharía un cd completo, pero ahorita no sé cuál – responde José.
- Yo te llamaría, mi amor. – Responde Antonio, abrazando a su novia.
- Ay mi vida, gracias. Yo creo que, honestamente… - Carolina toma un trago de su cerveza – me metería en el baño a echarme el último baño de agua caliente, mientras me como cualquier cosa que me haga engordar. Pero mucho, así. Mucho. – Carolina se muerde los labios, - y después te llamaría, amor.
- Coño, ya veo que soy prioridad.
- Ay vida, no seas bobito.
- Sí, vida, no seas bobito – se burla Fernanda. Antonio no se ríe.
- ¿Y si el fin del mundo ya comenzó? – Pregunta Carolina.
- ¿Cómo así?
- Pues, eso. Ya el mundo no es como antes. Todos, todo, se está volviendo loco. Y la naturaleza se está extinguiendo y tal. Las guerras, los terremotos. ¿Y si Dios ya está terminándolo todo?
- No seas tontita, vida. Todos saben que el final del mundo es con zombis. Hasta que no veáis a tu madre caminando muerta por ahí no nos tenemos que preocupar.- Todos se ríen, Carolina golpea a Antonio.

Beben, beben de nuevo. Hacen algún otro chiste sobre el fin. José se aburre de nuevo, mira a Carlitos, Carlitos lo mira a él. No sabe por qué, se lo imagina sentado en una acera, en una noche oscura. Qué tonterías piensas, José. Se pone los audífonos, play. Nothing Else Matters, Fernanda se acerca a Antonio, Antonio se acerca a Carolina, Carlitos sigue ahí. José deja caer su cabeza hacia atrás, “da lo mismo” piensa, “repetimos sin cesar lo que todos ya han vivido.” Siguiente pista: La cerveza, la rumbita, la tontería y los cachos, que la rumbita el día de fiesta y luego quejarse de que es lunes, y trabajar, quejarse, tirar, que este o el otro presidente, que si esta o la otra oposición, comer, cagar, el agua caliente o fría, dormir, jugar, la tele, la película, visita a la familia, que este cumple años, que el sobrinito, el primito del padrino del tío del puto padre que no está, que te llama de vez en cuando, cuando se acuerda y te dice qué hacer y qué no hacer, porque al fin es hacer lo que te dé la gana y ser el típico malo o hacer lo que nos digan que hagamos con la vida que los padres de nuestros padres de Venezuela entera ya ha hecho, y seguirá haciendo, hasta ese esperado fin: “Ya éramos zombis desde hace rato”.

Suena un celular, Carolina atiende. “Aló, ¿Karina? Chica, hubieses venido. No, para nada. No, no te preocupes. Sí, Antonio, Fernanda y José. Ajá, José está aquí. Jajajaja, no chica, no. Para nada. Aquí está Carlitos, el hermanito de, sí. Ay bueno Kari, primis, no nos dejes embarcados en la próxima ¿okey?”

El ángulo, sin embargo, eso fue lo que falló.

Un poco más arriba, y quizá se hubiesen salvado. Pero no: la lancha saltó en una ola mal puesta y giró en un ribete mal curveado. Al agua dieron todos. Aparatos, ropa y cervezas se mezclaban con el lago, y un olor detestable los abrazaba: habían caído en un cúmulo de lemna acuática.

- ¡Me cago en Dios!
- Agárrense de la lancha, rápido.
- Coño, sí, porque nos vamos a ahogar, el lago no es hondo, mijo.
- ¡Esta mierda huele horrible!
- Cálmate Fernanda, agárrate, ven.
- ¿Dónde está Carlitos? ¡Busquen a Carlitos!
- Aquí lo tengo, Antonio. Tranquilo.
- Gracias, mi amor.
- Coño, coño, coño. ¿Cómo salimos de aquí?
- Ustedes agárrense de la lancha. Alguien seguro va a notar que no llegamos a tiempo, y llaman a algo, guardia costera, qué se yo.
- ¿En esta vaina hay guardia costera?
- Coño, José, no seáis tan optimista, queréis.
- Mierda, la lemna es horrible, loco.
- Huele muy feo.
- Miren, peces muertos.
- Normal, mija. Normal.
- Agárrense bien ¿Y si la volvemos a voltear?
- ¿Cómo?
- Mejor quedémonos quietos. Esperemos. Ni que hubiesen tiburones ni nada de eso aquí.
- Es verdad. En este lago la contaminación mató todo.
- Dejá estar. Vamos a esperar.
- Agárrense.

Dos horas estuvo el grupo pataleando suavemente, agarrados de la lancha volcada, hasta que un barquito de pescadores pasó por ahí, los rescató, y los llevó a los muelles de Playa Macuto, comunidad de pescadores detrás de la Biblioteca Pública del Zulia. Cada uno llamó a sus respectivos familiares, y tanto Antonio como Carolina, Carlitos y José fueron a dar al Hospital Central, para chequear que no tuvieran infecciones de hongos. “El agua del lago es muy sucia, Fernanda, por qué no te chequeas con nosotros, eso es rápidito”. Pero no, Fernanda se fue a su casa. Se bañaría con alcohol, y mataría cualquier cosa. Eso se lo había enseñado su madre, cuando de chiquita se bañaba en el lago, así que “no sean ustedes tan bobos”, que el Hospital Central es de wirchos, que lo que estamos es sucios, de lo mismo, que más sucio es el aire que respiramos, “no hay nada que el alcohol no quite”, más acá del norte, más acá del sol.

26 de junio de 2011

Capítulo 9: Resucitó de entre los muertos II

Día 3: hacia el medio día

Bastó que se llenara apenas una barrita del marcador de señal en todos los wi-fi, edge, 3g, gsm, y redes en general de Maracaibo para que las máquinas se volvieran a encender; el campaneo electrónico de los sistemas operativos arrancando dio paso a los múltiples accesos. Los muñequitos fértiles del msn hacían su entrada, iniciando sesión, bienvenido a skype, tiene 591 mensajes sin leer, cadenas más que todo: “zombis en Maracaibo, llegó el apocalipsis, la lemna nos cubre” y toda clase de alarmas que pocos se detenían a leer antes de finalmente destilar su hambre de noticias colocando el nombre de usuario, la clave, bienvenido a Twitter.

@UmbertoconT: ¡MARDICION CON CANTV!!!!! ¡NO JODA!!!!

@Ratax_xxx: Yo siempre tuve internet, pendejos.

@mepicapica: La falta de señal fue intencional. Fueron “medidas de seguridad” que hizo @chavezcandanga. #Malditoschavistas.

@mepicapica: El gobierno nos quiere cerrar para impedir que la enfermedad se propague por el resto de Venezuela, RT.

@UmbertoconT: @mepicapica no seas ridícula, escuálida de mierda. Hay rumores de que Chávez está en Cuba, y que está infectado.

@mepicapica: Por personas como @UmbertoconT es que el país está como está.

@Ratax_xxx: @UmbertoconT @mepicapica Ay verga, ya pues. Como que Chávez o USA mandaron a hacer la lemna. #intensos.

@mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@vanehime: RT: @lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@frodiana +10000 @vanehime: RT: @lolazo_3: RT @mepicapica: @Ratax_xxx @chavezcandanga Es capaz.

@viviana135_5: No, ya, en serio. Ahora que tenemos acceso a internet. ¿Alguien sabe qué pasó?

@Opato_cua_cua: @viviana135_5 Fueron los apagones, dijeron en informes oficiales. Problemas con la electricidad, aunque por ahí no descartan centrales infectadas.

@viviana135_5: @Opato_cua_cua¿En serio así? ¿Tanto se ha difundido?

@Opato_cua_cua: @viviana135_5 Mira, aparentemente en la mayoría de los hospitales y ambulatorios hay al menos un caso.

@Ratax_xxx: Para @Opato_cua_cua y @viviana135_5… con amor: http://grooveshark.com/s/El+Mundo/2CkNz9?src=5

@viviana135_5: Por aquí no hay cómo salir. Los conserjes dejaron salir que si el segundo día pa comprar víveres, y luego cerraron todo.

@Ratax_xxx: Mientras tenga mi musiquita, todo fino.

@elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Opato_cua_cua: Verga, mal RT @Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@viviana135_5: Tengo que estar de acuerdo: @Opato_cua_cua: Verga, mal RT @Ratax_xxx: RT @elquevallegando: ¡TRAGEDIA! ¡SE ACABA LA CERVEZA!

@Perolitass: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@RobertOMMM: RT @Perolitax: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@melissapineda: Me iba a morir #foreversinpin @Perolitass: ¡ME VOLVIÓ EL ALMA AL CUERPO! ¡VOLVIÓ EL EECHHHHH!

@Perolitass: HEEEEY mi gente, ve que la rumbita en @ateneopop no se ha acabado. Miren este RT.

@Perolitass: RT @ateneopop: Ni con lemna se acaba la pizza en @ateneopop. Contamos con seguridad especial. No temas en visitarnos =D

@Ratax_xxx: @Perolitass Verga sí, tan buena la pizzita verde que deben tener.

@Perolitass: @Ratax_xxx Estúpido, ya ellos tiene esprai anti lemna y eso.

@Ratax_xxx: verga, pero es que hay gente estúpida.

@pipopapipopa2: Y en Rasta Bar dicen que hasta con #lemna tienen #buenavibra

@Madrelengua: RT @pipopapipopa2: Y en Rasta Bar dicen que hasta con #lemna tienen #buenavibra

@RobertOMMM: Reportando desde el centro. El hospital central se ve vacío desde afuera. No se ve un alma por todo esto.

@Ratax_xxx: @robertOMMM ¿Y qué hacéis ahí muchacho loco?

Nadie. No había nadie en toda la fachada del hospital central, cuya entrada parecía más la cara de un museo que la de un centro hospitalario. Usualmente, recuerda Roberto, había mucha gente en las distintas entradas del hospital: enfermos y visitantes, claro, pero también vendedores de todo tipo. Podías conseguir desde una buena película para disfrutar de tu hospitalización o espera, hasta el mejor café negro que Roberto haya probado en Maracaibo. Ahora nada, ni nadie. Estaba completamente desolado.

Guarda su iphone en el bolso, cerca de su ipad, y nota que mientras se distrajo, Hermócrates y Andrea se han alejado de él, acercándose a la entrada. Apura el paso y los alcanza. La luz de la mañana también los alcanza al abrir las puertas y decepcionarse un poco: no encuentran ninguna escena de horror. No hay brazos ni piernas ni cabezas regadas, ni una sola gota de sangre en el suelo, sólo desorden. Ahora que lo piensa menos mal que no hay nada de eso. Ellos están entrando ahí de lo más ¿cómo es que le dijeron el otro día mientras jugaba call of duty? ¿Boleta? Algo así, sin armas, sin tubos, sin zapatos duros para al menos pegar un puntapié. Años de juegos de video le han enseñado a Roberto que con buenas intenciones no se salva a la princesa. Al menos un honguito, al menos, siquiera.

A Andrea se le ocurre gritar, llamar a Karina, pero no lo hace. ¿Cómo haría para encontrarla? El Hospital Central es grande, y no tenía ni idea de qué carajo hacía Karina ahí.

- Capaz y visitaba a un familiar – sugirió el tío, como leyéndole la cara de consternación.
- Yo creo que me hubiesen dicho, cuando llamé.
- Verga, si no te dijeron ni que estaba en el hospital. Esos carajos o no saben, o se hicieron los locos.
- Qué hijueputada, no creo – responde Andrea.

Hermócrates, por su parte, miraba cada lista que encontrara, cada mapa de pasillos, cada letrero. Parecía buscar algo, pero en sus ojos estaba esa mirada indescifrable que su familia siempre reconoció como señal para no preguntar. Tenía sentido que buscara algo personal, no podía ser que el tío hubiese venido al Central nada más para buscar a Karina, o para hacer el favor a la sobrinita. Se detiene, finalmente, ante un mapa de los pasillos. Parece ubicar algo.

- Yo sí creo que la vaina fue por visita. Digo yo, digo yo, que está en el primer piso.

El camino a las escaleras es tranquilo, les permite detallar más el desorden en el que está el hospital. Carpetas y papeles, luces mal apagadas, algún zumbido de algo medio encendido, nada muy distinto al día a día de un hospital público en Maracaibo. Andrea saca su celular, busca a Virginia en sus contactos, sms, redactar: “Virgi, estamos buscando a Karina”. Enviar.

Recibido. Virginia lo lee. Sube la cabeza, mira a los hombres mientras arreglan el problema de la alarma, finalmente el chillido insoportable deja de sonar; está aún aturdida, por el previo ruido, por la nueva noticia, por el hambre. Vuelve al celular. No sabe qué decir. Ya sabe. Redactar: “¿Estás loca? ¿Con quién estás? ¿Cómo está eso?” Enviar.

Virginia se ha puesto las manos en la sien. Está a reventar, la bulla en su cabeza. La niña lo nota, la abraza, y le susurra un sí suavecito, aceptando a quién sabe qué cosa, o invitándola a aceptar.

- ¿Un pastelito? – Ofrece Estiven en una grasienta bolsa de papel.
- No, no. Gracias. – Virginia se cuidaba incluso en el hambre.
- ¡Sí! – A la niña no le importó.

Bajan al nivel feria, de nuevo. Aparentemente el sistema de alarma se soltó quién sabe por qué en la tienda de ropa, en la cual no había nadie ni nada. Revisaron muy bien. Estaban solos en el centro comercial.

Ya en el nivel feria se relajaron. Sí, los lemnosos estaban merodeando las afueras del centro, pero ahí adentro tendrían comida si rompían un par de seguros en las tiendas. Tenían televisores, comunicación (al fin), y hasta entretenimiento. Podían estar ahí un buen rato. Y en cuanto a las familias, tanto Virginia, el guardia y Estiven, estaban seguros de que estaban bien. Maara, por otro lado, no necesitaba saber mucho de sus padres, así como sus padres no necesitaban saber de ella.

- Ajá, doctora. ¿Qué es esta vaina? – Pregunta el guardia.
- Escuché que era un parásito. Que se aloja en la médula.
- Esa vaina tiene que ser mojón. Pa controlar así las mentes tiene que aflojarse en el cerebro de los difuntos. – Comenta Estiven.
- No, no están muertos. Y, pues, la médula es parte del sistema nervioso, regido por el cerebro. No es tan raro.
- No joda, doctora. Me vais a decir que son muertos que están caminando, ¿y que la vaina no es tan rara? Váyase pa la mierda, pues – se ríe el guardia.
- Ya les dije – repite Virginia fastidiada – no están muertos.
- ¿Están de parrandita?

Virginia no puede evitar reírse un poco. El guardia, sin tapujos, suelta la carcajada sosteniéndose la panza. Estiven no se ríe, no comenta.

- ¿Cómo se llaman ustedes?
- Estiven González
- Juan Pérez
- ¡Maara!
- Ya yo sé, amor, que tú te llamas Maara
- Ajá, pero nosotros no sabíamos. Mucho gusto Maara.
- ¡Sí!
- Entonces, un parásito. ¿Y ya están dándole con la cura?
- No sé. Estábamos investigando en el Coromoto, pero ajá. Tampoco los militares nos dejaban trabajar bien, con tanta restricción. También que la enfermedad es muy dura. Se propaga muy rápido.
- Sí- dice, sombríamente, Estiven. Nadie indaga en su respuesta.

Hay un silencio, roto por los sonidos de los pasos del guardia, que se ha levantado y camina a uno de los puestos centrales de la feria. Sushi, no. Dulces, quizá, por ahora. Rompe algo, nada suena. Las alarmas están desactivadas. Saca comida, bebida, y lleva a la mesa. Comen. Comen más. Los chocolates y dulces se agotan rápidamente. Fiesta de sonidos de bolsitas plásticas.

- Con esto no nos bastamos – dice Virginia.
- Sí, bueno. Yo sé. Tenemos que abrir uno de los locales fuertes, pero ajá. Me da ladilla ahorita. Más tarde, cuando haya como más hambre.
- Yo tengo hambre – murmura Virginia.
- ¡Sí! – Agrega Maara.

Ni modo, deciden pasear por el centro comercial, chequear las entradas. La salida al lago, caminantes desfilan a lo lejos, cerca de la orilla, se suben a la tarima, y se quedan estáticos ahí. La entrada lateral, nadie: los que se vieron caminando por ahí hacía horas ya no están. La entrada principal, peligrosa: infestada de personas con lemna. Parecía una manifestación, o la entrada a un concierto. Cientos de personas se agolpaban en la puerta, golpeaban con torpeza, ni cercanamente con fuerza como para astillarla. Pero igual, el peso de cientos de personas apretujadas y despreocupadas por su salud física podía hacer ceder a las puertas de vidrio. Valdría la pena reforzar a tiempo.

- ¿Pero por qué aquí?
- ¿Ah? – Responde, desconcertada, Virginia, ante la pregunta del guardia.
- Por qué se agrupan aquí. O sea, en las otras puertas no hay nadie. En esta sí.
- Capaz y porque es la principal – responde Estiven.
- Puede ser, – dice Virginia, pensando – puede ser. Pero es raro. Además de ser la entrada principal ¿Qué otra cosa distingue esta entrada?
- Por aquí entra la mayor cantidad de gente, cuando el edificio funciona. - Intuye el guardia, imaginando alguna memoria en la mente de los lemnosos.
- Sí, pero dudo que los infectados tengan esa clase de recuerdo.
- ¿Por qué no?
- Pues – Virginia siente fastidio de explicar – digamos que, por la enfermedad, no creo.
- Ah, bueno. Entonces, no sé. Es la más grande. No, mentira, la del lado es más grande. Ah, es más alta.

Claro, es la más alta. Virginia recordó a los lemnosos que se subieron a la tarima frente al lago, en la entrada trasera. Están buscando altura. Por eso se agolpan en la entrada principal, por eso se suben a la tarima, y por eso quieren entrar. No son zombis buscando comida. Son enfermos que, por alguna razón, buscan altura, y el lugar más alto y accesible de por ahí, es el techo del centro comercial y de los edificios aledaños.

- Buscan altura – les cuenta Virginia, e inmediatamente saca su celular, escribe a Andrea “No suban NINGUN piso, es MUY IMPORTANTE” Enviar.

Recibido. Andrea lo lee, muy tarde.