Los budistas, recordaba Andrea, hablan de una paz en el vacío. Una cosa así como que el vacío de emociones, de pensamientos y de apegos lleva a ese lugar que llaman nirvana, y que está a la vuelta de la esquina pero que nadie sabe cuál esquina exactamente, y que no se pega escopetazos en la cabeza ni canta del olor al sudor del espíritu adolescente; porque no piensa, porque no siente, porque paz, pues.
Qué mollejero de mierda hablan los budistas: allí estaba ella, sentada en el horno en el que estaba convertido el asiento trasero del carro de su tío, sin pensar nada, sin sentir nada, sin desear nada, ni siquiera que el carro finalmente arrancara y los sacara de ese centro desolado en el que estaba convertida la Plaza Bolivar y pudiera sacarse todo el sudor, todas las lágrimas, el dolor, la peste de recuerdos; definitivamente sin paz.
- ¿Y si le da un golpecito al arranque? - Pregunta Roberto desde el asiento del conductor.
- No, no creo. Verga... - Hermócrates se seca el sudor. El calor lo abrazaba y lo abrasaba con cariño y furia, acentuando la molestia de que el carro no prendiera. - Y le arreglé el radiador a esta remierda la semana pasada. ¡No joda! - Patea el parachoque.
- ¿Y qué tiene que ver el radiador con que el carro no prenda? - Pregunta Roberto, intentando de nuevo, el arranque se queja, se ahoga, no enciende.
- Se recalienta una minguita y la golilla del coño esta se jode, chamín.
Roberto no está convencido de lo certero de la explicación de Hermócrates, ni del significado de la palabra "golilla", sin embargo resuelve por no preguntar más. No había peligro urgente. Habían salido del Hospital Central tal cual como entraron: Roberto entró y salió igual, Hermócrates ciertamente parecía haber salido igual, Andrea, bueno, ella no tanto. Andrea era la única que había salido con una certeza absoluta de lo que estaba sucediendo hasta el momento, y tal certeza la tenía sentada, sin reacción, en la parte trasera de un carro parado en la Plaza Bolívar, dirección a la Basílica, en un centro desolado y azotado por un sol que a pesar de estar muriendo no disminuye su aporte. No habría sido así días anteriores, el centro: la bulla y el caos armónicamente articularían el corazón de una de dos dimensiones de una sola ciudad: La Maracaibo que ruge, de barba y sombrero, la Maracaibo sabia y antigua, aparentemente desordenada y rabiosa, el infierno de polvo y calor que describieron los autores alemanes, la infortunada colisión de modernidad estancada con picadas de contemporaneidad, que no termina de aceptar ni rechazar, y se la rasca que te rasca; mientras fantasmas del pasado y presente comparten el desayuno.
- Señor Hermócrates - se escucha la voz desde dentro del carro, - señor Hermócrates, métase en el carro.
- ¿Con ese calor? No mijo, seré yo güevón, salgan ustedes, más bien, que se van a asopar ahí.
- Señor Hermócratres, ya, métase, que viene uno.
- ¿Un qué?
Hermócrates no pudo evitar sentirse imbécil al preguntarlo, voltear, y ver a un cuerpo anciano, demacrado, con la piel tostada por quizá días del inclemente sol del centro, puntos blancos resaltados por el contraste poblando su barba y cuello, ropa tan notoriamente sudada que la sola imagen enviaba una señal de olor, y caminar arrastrado y flojo. Hermócrates en dos movimientos está ahora dentro del carro. El viejo se acerca, se rasca la joven barba, y se para frente al carro. Los que están dentro no dicen nada, el viejo apenas entorna los ojos. Así pasan segundos, 15, 30, hasta que el viejo, con un movimiento violento, pone ambas manos en la capota, sonríe mostrando una dentadura terrible y suelta un chillido feliz.
- ¡Ajaaaa! ¡Muchachitos vivos! ¡Ve chico! - Aplaude, sonríe, celebra. - ¡El coño e su madre que los trajo! ¿Cómo llegaron? No, eso no importa, chico. No. Y los modales - se seca el sudor, se limpia la mano en el sucio trapo que tiene por camisa y lo extiende hacia el parabrisas, - Don Justo González Semprum, un placer.
La sonrisa de Don Justo ilumina el momento incómodo de silencio dentro del carro. Nadie habla, nadie opina, y sobre todas las cosas, nadie puede creer que el viejo les esté hablando, y por lo tanto, nadie devuelve el saludo.
- Dos opciones, a este viejo: o le tostó la cabeza el sol, o está medio infectado - opina, finalmente, Roberto.
- Mardito viejo, chico - agrega Hermócrates, subiendo el vidrio.
- ¡No, no, no, no! No chico, no. Ve que yo soy uno de los que no son. Veme, aquí ve - se abre la camisa, descubriendo un pecho de reflejos blancos, pelos canosos y sudados - limpiecito como un sol - sonríe, transpira asustado, - ¡Limpio, chico! Vai salgan. Salgan, chico.
Nadie sale. Nadie se mueve.
- Qué molleja - se rasca la barba, se seca más sudor, silencio. Se sienta en la capota del carro, - qué molleja, chico. Por eso estamos como estamos. La verga esta se la llevó quien la trajo.
- ¿Qué vaina está diciendo, pues? - Pregunta Hermócrates.
- No sé. Parece que ya nada.
- Abran el vidrio. Si vemos que quiere entrar lo cerramos. Digo, para que al menos escuchemos. No podemos hacer más. - Finalmente se escucha la voz de Andrea. Roberto abre el vidrio.
- ¡No joda! - Comienza, de nuevo, el viejo, aún sentado en la capota del carro. - Cepillao, verga. ¡Cepillao! De colita, uno de colita. Verga, así sea uno de limón. Algo pa chupar. Los labios los tengo curtíos, ya. Mirame la lengua, rajá. Y venís vos a cerrame el vidrio, chico, no. Qué molleja chico. Qué de valor. Qué de cojones. Vergación. Y los vergos estos, por ahí, escondíos. Lemnuos de mierda. ¡Lemnuos de mierda! ¡Me escuchan! ¡Marditos todos! - Golpea con fuerza la capota - ¡Marditos remardecidos dos veces, no joda!¡Me cago en ustedes! - Solloza, lo notan por su los espasmos en su espalda, por su quebrada voz. Continua. - No era así, chico. Llegaba, antes, la gente. Y esta vaina despertaba desde allá, desde el lago, bendecido por la luz de nuestra señora la Chinita, que llegó en la tablita, al mismo puerto, que amanece siempre, chico. Siempre está amaneciendo en Maracaibo, siempre estaba amaneciendo, se sentaban todos los vendedores, los pregoneros. ¿Sabías, José, que yo fui pregonero? Ay sí, mijo, te lo había contado, pero es que a esta edad a uno se le olvida todo, mijo. Pero fui pregonero, como esos pregoneros del medio día. Tenías que tener un gañote, mirá, pa gritar. Verga, si hasta hace poco podías oír de a gritos a los vendedores del centro. Cualquier corotico que quisieras, mijo, podías encontrar entre las voces, en pleno día. El ajetreo, mijo, con el que subsistíamos. Subsistíamos, mijo, pa llegar a la noche. No importa, mijo, si tu noche o mi noche. La tuya de luces, la mía de furros, ambas, mijo, vergatarias, de calles iluminadas con vida. ¡Vida, mijo! Estábamos vivos, Chinita santa, Chinita bella. Estábamos vivos, y de brutos, vergación, burros: no lo sabíamos.
- ¿Andrea?
El sonido de un carro, se acerca. Andrea voltea. Es Virgina, y dos hombres, en un carro que se acerca hacia ellos. A este punto de sus pesares no tenía ganas de preguntar, se aferraba al único alivio que había sentido desde ya no recuerda cuándo: siente que fue hace tanto.
- Un ángel, esta muchacha, ¡Dios! - Exclama Hermócrates, bajándose del carro, ya sin pensar en el viejo Justo.
El carro para, Virginia se baja, y saca a Andrea del carro para abrazarla, quien rompe a llorar de nuevo. Virginia entiende, y hasta Maara, al ver la escena, se acerca y la soba toscamente en la pierna. Desde el carro, sin embargo, una voz nerviosa rompe el encuadre.
- ¡Bueno, móntense pues! - Implora Estiven.
- ¿Pero por qué el apuro pues? No hay infectados por aquí - dice Roberto.
- No Robertico, hay que movernos. En el camino les explico.
Se acomodan, como pueden en el carro, y justo cuando se va a montar, el último, Roberto, nota al viejo Justo parado a un lado del carro que están abandonando.
- Don Justo - lo llama Roberto - ... ¿Quiere que lo dejemos...? No sé. ¿Le damos la cola?
Don Justo sonríe, y mira hacia la casa de la capitulación, al otro lado de la plaza. Sonríe.
- No, mijo. Puedo llegar caminando.
- ¿Seguro, señor? - Virginia no está segura.
- Sí mija, Dios te guarde.
Se terminan de acomodar en el carro, y Don Justo camina entonces hacia la casa de la capitulación, o casa Morales, envuelta en sombras. El carro arranca.
- ¡Para! - Exclama Virginia - Los infectados, ¿No se acuerdan? Prefieren las alturas... y las sombras.
- Ni por el culo paramos, doctora. Nos tenemos que ir, y es ya.
Y se van, dejando en el fondo a un viejo caminando con los brazos a su espalda. Sonríe tranquilo, y habla solo.
- Ya te alcanzo, José. Mijo, ya te alcanzo. - Regala una última mirada al carro que se aleja, y canta - a ese Maracaibo, señor turista, lo recordará, igual que yo.
La sonrisa de Don Justo ilumina el momento incómodo de silencio dentro del carro. Nadie habla, nadie opina, y sobre todas las cosas, nadie puede creer que el viejo les esté hablando, y por lo tanto, nadie devuelve el saludo.
- Dos opciones, a este viejo: o le tostó la cabeza el sol, o está medio infectado - opina, finalmente, Roberto.
- Mardito viejo, chico - agrega Hermócrates, subiendo el vidrio.
- ¡No, no, no, no! No chico, no. Ve que yo soy uno de los que no son. Veme, aquí ve - se abre la camisa, descubriendo un pecho de reflejos blancos, pelos canosos y sudados - limpiecito como un sol - sonríe, transpira asustado, - ¡Limpio, chico! Vai salgan. Salgan, chico.
Nadie sale. Nadie se mueve.
- Qué molleja - se rasca la barba, se seca más sudor, silencio. Se sienta en la capota del carro, - qué molleja, chico. Por eso estamos como estamos. La verga esta se la llevó quien la trajo.
- ¿Qué vaina está diciendo, pues? - Pregunta Hermócrates.
- No sé. Parece que ya nada.
- Abran el vidrio. Si vemos que quiere entrar lo cerramos. Digo, para que al menos escuchemos. No podemos hacer más. - Finalmente se escucha la voz de Andrea. Roberto abre el vidrio.
- ¡No joda! - Comienza, de nuevo, el viejo, aún sentado en la capota del carro. - Cepillao, verga. ¡Cepillao! De colita, uno de colita. Verga, así sea uno de limón. Algo pa chupar. Los labios los tengo curtíos, ya. Mirame la lengua, rajá. Y venís vos a cerrame el vidrio, chico, no. Qué molleja chico. Qué de valor. Qué de cojones. Vergación. Y los vergos estos, por ahí, escondíos. Lemnuos de mierda. ¡Lemnuos de mierda! ¡Me escuchan! ¡Marditos todos! - Golpea con fuerza la capota - ¡Marditos remardecidos dos veces, no joda!¡Me cago en ustedes! - Solloza, lo notan por su los espasmos en su espalda, por su quebrada voz. Continua. - No era así, chico. Llegaba, antes, la gente. Y esta vaina despertaba desde allá, desde el lago, bendecido por la luz de nuestra señora la Chinita, que llegó en la tablita, al mismo puerto, que amanece siempre, chico. Siempre está amaneciendo en Maracaibo, siempre estaba amaneciendo, se sentaban todos los vendedores, los pregoneros. ¿Sabías, José, que yo fui pregonero? Ay sí, mijo, te lo había contado, pero es que a esta edad a uno se le olvida todo, mijo. Pero fui pregonero, como esos pregoneros del medio día. Tenías que tener un gañote, mirá, pa gritar. Verga, si hasta hace poco podías oír de a gritos a los vendedores del centro. Cualquier corotico que quisieras, mijo, podías encontrar entre las voces, en pleno día. El ajetreo, mijo, con el que subsistíamos. Subsistíamos, mijo, pa llegar a la noche. No importa, mijo, si tu noche o mi noche. La tuya de luces, la mía de furros, ambas, mijo, vergatarias, de calles iluminadas con vida. ¡Vida, mijo! Estábamos vivos, Chinita santa, Chinita bella. Estábamos vivos, y de brutos, vergación, burros: no lo sabíamos.
- ¿Andrea?
El sonido de un carro, se acerca. Andrea voltea. Es Virgina, y dos hombres, en un carro que se acerca hacia ellos. A este punto de sus pesares no tenía ganas de preguntar, se aferraba al único alivio que había sentido desde ya no recuerda cuándo: siente que fue hace tanto.
- Un ángel, esta muchacha, ¡Dios! - Exclama Hermócrates, bajándose del carro, ya sin pensar en el viejo Justo.
El carro para, Virginia se baja, y saca a Andrea del carro para abrazarla, quien rompe a llorar de nuevo. Virginia entiende, y hasta Maara, al ver la escena, se acerca y la soba toscamente en la pierna. Desde el carro, sin embargo, una voz nerviosa rompe el encuadre.
- ¡Bueno, móntense pues! - Implora Estiven.
- ¿Pero por qué el apuro pues? No hay infectados por aquí - dice Roberto.
- No Robertico, hay que movernos. En el camino les explico.
Se acomodan, como pueden en el carro, y justo cuando se va a montar, el último, Roberto, nota al viejo Justo parado a un lado del carro que están abandonando.
- Don Justo - lo llama Roberto - ... ¿Quiere que lo dejemos...? No sé. ¿Le damos la cola?
Don Justo sonríe, y mira hacia la casa de la capitulación, al otro lado de la plaza. Sonríe.
- No, mijo. Puedo llegar caminando.
- ¿Seguro, señor? - Virginia no está segura.
- Sí mija, Dios te guarde.
Se terminan de acomodar en el carro, y Don Justo camina entonces hacia la casa de la capitulación, o casa Morales, envuelta en sombras. El carro arranca.
- ¡Para! - Exclama Virginia - Los infectados, ¿No se acuerdan? Prefieren las alturas... y las sombras.
- Ni por el culo paramos, doctora. Nos tenemos que ir, y es ya.
Y se van, dejando en el fondo a un viejo caminando con los brazos a su espalda. Sonríe tranquilo, y habla solo.
- Ya te alcanzo, José. Mijo, ya te alcanzo. - Regala una última mirada al carro que se aleja, y canta - a ese Maracaibo, señor turista, lo recordará, igual que yo.
Chico sabeis que frase le falta a ese texto?? "esa verga no se le hace a un cristiano" y teneis a un don justo mas maracucho que maracaibo XD
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