Día 2: Mañana
En el espejo del baño del Hospital Coromoto, Virginia no se reconoce. Sus ojeras le dicen que ha dormido más de lo esperado. Voltea a ver la camilla donde durmió: nada, recuerda que ella está en el baño. Ah sí. El baño. Vino a lavarse la cara y ahora ve en el espejo a una persona que bien podría ser ella, sí. Pero le falta algo. Ahí está su cabello rulo y hasta la mitad de la espalda, al notarlo se lo recoge con una cola. También están sus pecas, su piel marcada por sábanas de mala muerte, sus detestables cejas pobladas, su boca. Se toca su boca. Un dedo, dos. Esa boca. Su celular ¿Dónde está? Allá, en la camilla, con su bolso. Vuelve al espejo. Su boca, debajo de su nariz, encima de su barbilla de líneas suaves, labios justos acentuando sus grandes ojos castaños. Pestañea. Frota sus ojos. Sigue sin reconocerse.
Apoya sus manos en el lavamanos y ya ha dejado de mirarse. Abre la manilla, ve agua salir del grifo e irse por el desagüe. Piensa en su boca, no en la de ella. Piensa en la boca de él, que estuvo en la de ella, y en ella, y más allá de ella antier por la mañana. A esta misma hora, sí, ella estuvo con él. Escondidos en un refugio sólo para ellos, construido a techo de sábanas y vigas de piernas. Ahí, en ese lugar, fue la última vez que estuvo tranquila. Desde entonces le había estado pasando mensajitos varios, nada cursi, nada agresivo; lo suficiente como para arroparse con una respuesta sencilla. Nada. Ninguna respuesta. Él, ahora, debe estar con su novia, y ella aquí frente a un espejo en el cual no reconoce su propia imagen. Chasquea su boca “Qué pendejadas piensa una residente de medicina cuando no duerme bien”. Con agua en la cara rompe su somnífero pensamiento.
Sale del baño, saluda a alguien, camina a paso veloz y seguro hasta la camilla: a cada paso su pelo rebota. El celular, está donde lo dejó. No hay mensajes nuevos. Escribe rápidamente el número cerocuatrocatorcedaledale: “Buenos días. Espero que la alegría de antie…” Borra. “Buenos días. Espero que la mañana te trate muy lindo”. Enviar. Guarda el celular en el bolso. No aguanta ya las lágrimas. Saca una botellita de agua mineral, dos tragos. Suspira. Despierta.
El Hospital Coromoto está cerrado, cercado por fuerzas militares. Nada entra, nada sale. Está así desde las 12 de la madrugada, justo cuando Virginia terminaba su guardia. No la dejaron salir. Tuvo que regresar a emergencias en donde ayudó al Doctor Santeliz y a otros compañeros ocasionales a tratar con la nueva enfermedad que se infiltró anoche: trataron de descartar un posible brote de Lemna.
- Buenos días doctor
- Buenos días – responde, agotadísimo, Santeliz, desde una silla notoriamente incómoda.
- ¿Qué noticias hay? – da una mirada rápida a emergencias, no parecen haber nuevos pacientes.
- Bueno, que efectivamente la van a llamar Lemna, por lo del vómito verdoso. Avisan de una relación con un posible síndrome atáxico neurodegenerativo de deficiencia de la saciedad...
- ¿Qué es eso, doctor?
- No lo tengo muy claro, mejor ni pregunte.
- ¿Qué es eso, doctor?
- No lo tengo muy claro, mejor ni pregunte.
- Ah - se conforma Virginia - ¿Y qué hay con los casos de ayer?
- Encerrados en el primer piso, como se dijo.
- Ajá, pero… ¿Son?
- ¿Cómo saberlo? Aún no se ha hecho el modelo de despistaje. No es posible diagnosticarlo con certeza. Tienen los síntomas…
- Ya.
- Ah, y hay más información con respecto a lo ocurrido en el Central.
- Ajá – dice Virginia interesada
- Pues, primero lo primero: la enfermedad se salió del cordón de seguridad. Rompieron el cordón hoy en la madrugada y los infectados han salido del perímetro…
- Dios mío – Virginia se lleva las manos a la boca - ¿Pero se han reportado fallecidos, agravamiento?
- No. Bueno, no se sabe bien. No han entrado a la zona, por seguridad. Aún no se sabe el medio de contagio. Se presume la vía aérea, pero la única vía confirmada es la de intercambio de fluidos, que se da convenientemente por el cambio de comportamiento de los infectados. Se vuelven violentos a las horas de contagio, y antes han estado con un comportamiento errático, libido descontrolada. Intentan besar o lamer a quien encuentren.
- Y muerden, sí. Eso lo estaban diciendo ayer por las noticias.
- Sí. Bueno. Lo segundo es que me contó el doctor Ramírez que el patógeno puede ser un hongo o un parásito, pero que no saben cómo llegó ahí. Aquí tenemos la oportunidad de estudiarlo, con los casos del primer piso, pero ajá, no tenemos ni el equipo ni el especialista.
- ¿Y dónde está el equipo? ¿Los especialistas? Imagino que los traen para acá, siendo este el ambiente más controlado.
- No sé. No nos han dicho ni hasta cuándo nos piensan mantener encerrados.
- Qué vaina… - suspira Virginia
- Bueno, ya que estás aquí, - se estira, su espalda suena- voy a dormir yo un rato.
Se queda sola en emergencias, no le queda de otra. No hay televisor, apenas una radio vieja. La enciende, estática, mueve el dial, más estática, nada; no tiene mucho con lo que informarse. No importa mucho, de todas formas. Decide usar la única función extra que tiene su celular:
Buscar: Andrea. Enviar SMS. Redactar: “Andre, cómo está todo? Todo esto está muy raro y empeorando”. Enviar. Redactar: “Estamos encerrados en el H.Coromoto. No nos dejan salir porque aquí también hay brote”. Enviar.
Mensaje recibido, Andrea: “Cónchale Virgi la cosa en la tv se ve fea, estás bien?”
Responder: “Sí, chica. Todo bien, bajo control. Solo que no nos dejan salir” Enviar.
Mensaje recibido, Andrea: “Aquí estamos Roberto y yo. Se quedó a dormir aquí. No logra contactar a su familia”
Qué mal, lamenta Virginia para sus adentros. Responder: “Seguro que están bien” decide no decir más sobre el tema “¿hablaste con Karina?” Borrar “¿Has sabido algo de Karina?” Enviar.
El siguiente mensaje tarda en llegar. Le da tiempo a Virginia para aburrirse, mirar los reflejos de la luz, fastidiarse de tanto blanco de las paredes, sentarse, levantarse, revisar las historias de los casos que llegaron en la madrugada, no encontrar nada sorprendente, tener hambre. Recuerda que tiene un chocolate en el bolso, lo busca, no le da tiempo de comérselo: mensaje recibido “No. Llamé a su casa y me dijeron que habían hablado con ella. Que estaba bien”, mensaje recibido “que no me preocupara más, y trancaron. Lo dejo así, verdad?”
Era la primera vez que Andrea le pedía algo parecido a algún consejo. Sonrió, y escribió “Sí, mejor dejar así. No vaya a ser” No supo cómo continuar y decidió enviarlo.
Estuvo rato entretenida con el chocolate. La hacía pensar en otra cosa, en otro color al menos, que el fastidioso blanco de la sala de emergencias. Ahora que lo piensa, esa sala es muy tranquila de noche: no viene casi gente. Ha de ser porque el Hospital Coromoto fue por mucho tiempo una clínica, y ubicado donde está ubicado, una muy cara. La gente no debe estar acostumbrada a los nuevos servicios gratuitos del Coromoto, y no asisten tanto. Sí. Esta sala no tiene casi gente en las noches, pero ahora es media mañana, y ella está aburrida. Jurunga un poco más la radio, una emisora am: ¿Qué canción es esta?
Mensaje recibido. El pito resuena en la sala vacía y despierta a Virginia ¿Cuánto tiempo estuvo dormitando? ¿No ha venido nadie? ¿Ni otro doctor? ¿Ni al menos un militar o guardia que se haya quedado dentro? De la radio no salía sonido alguno. Revisa su celular. Él: “A ti también”. Las letras negras flotaban en el fondo verde de su viejo “potecito”. Quería responderle ¿Pero qué? ¿Qué quería responderle? No, no podía decirle eso. Tampoco eso otro. ¿Y si no está solo? Sus dedos se pasaban de una tecla a otra. Busca a Andrea, le escribe “Andre ¿Ya contactaron a la familia de Roberto?” Eso, otra persona, otro tema, otra cosa en qué pensar.
Mentira, sigue pensando en él.
Mensaje recibido. ¿Él? Claro que no. Andrea: “Nada, chama. Pobrecito”
Responder: “¿Y cómo está Rob?
Mensaje recibido, Andrea “Normal, si supieras. Está ahí tranquilito. Dice que sabe que están bien, y tal”
Qué bueno. Responder “Andre…”
La puerta se abre de golpe, a Virginia no le da tiempo de responder nada: un joven soldado entra llevando a una niñita del brazo. Lloraba desesperadamente.
- Dotora, la niñita ésta ta enferma.
- ¿Qué tiene?
- La vaina esa que está dando.
Virginia toma rápidamente un tapa boca y se lo ajusta antes de acercase a la niña.
- Déjela aquí. ¿Sus familiares?
- No los dejamos entrar, el sargento no nos deja.
- ¿Y se trajeron a la niña sola? Con razón. Pero ajá, yo necesito a sus padres. Necesito los datos de…
- No dotora, su mamá la dejó y se fue.
- Cómo va a ser… - Virginia se acerca a la niña. Es una pequeña wayuu. – Bueno, ya qué. Déjela aquí – se le ocurre entonces preguntar - ¿Oiga, y cuándo nos piensan dejar salir?
El soldado hace caso omiso, a este y a demás llamados de Virginia. Se retira, no dice más. Frente a la doctora ha quedado la sollozante niña wayuu. La arropa un vestidito de un rosado desgastado que quizá alguna vez fue rojo, aparentemente lo único que viste. Ositos, son ositos en el estampado.
- No llores más, bonita – Consuela Virginia desde la maternidad que no vive– no llores. Te vez más bonita cuando no lloras, ¿no te han dicho?
- Sí- dice la niña, aunque hace una negativa – sí, sí.
- ¿Sí o no?
- Sí – vuelve a negar con la cabeza. Esto le saca una sonrisa a Virginia y a la vez a ella
- ¿Ves? Así te ves más bonita
- ¡Sí!
- A ver ¿Y cómo te llamas?
- Maara – responde, tosiendo. La flema hace eco en sus pequeños pulmones.
- ¿Maara? Y cuéntame ¿Eres wayuu?
- ¡Sí!
- Ah. Mira, escucha, yo sé hablar un poquito de wayuu.
- ¿Sí?
- Ajá – asiente con la cabeza – fíjate: Maara piá, Virginia taya. – Al Virginia decir esto, Maara suelta una carcajada. Su risa parece darle color al blanco aburrido de la sala.
- ¡Sí! – Dice Maara
- ¿Lo dije bien?
- ¡Sí! – Dice Maara, negando con la cabeza y riendo.
- ¿Y cuántos años tienes, Maara? ¿Me entiendes, verdad?
- ¡Sí! – Y señala con sus dedos, 4 años.
- ¿Cuatro añitos? Cónchale, pero eres una niña grande ¿ah? Toda una mujercita.
- Sí, sí, sí, mujecita – dice Maara, mientras coloca sus manos en la cintura y se mueve torpemente de un lado a otro – Maara mujecita.
- Ajá. Y cuéntame Maara ¿te sientes mal?
- Sí – dice Maara con un puchero, se golpea el pecho, intenta toser una vez y se le van tres rugidos de pulmón – sí.
- Sí, hay que revisarte, ¿ok?
Virginia sienta a Maara en una camilla. Tose muy fuerte, pero eso no va a ayudarla a descartar la posibilidad de lemna en la niña. Toma una venda, la acerca a la boca de la enferma, le pide que tosa, aguanta los 5 espasmos de la niña y revisa: verde, flema verde.
- ¿No tienes ganas de vomitar? – Pregunta Virginia mientras señala su panza
- Sí – dice Maara, mientras se soba la panza – vomita mucho.
- Bueno – suspira Virginia – Maara, te voy a dar algo para que se te quite y luego vamos a que descanses ¿ok?
- ¡Sí! – Dice Maara emocionadísima. Salta sentada en la camilla, aplaude.
- Espérame aquí.
Virginia se conmueve un poco, pero no es la primera vez que ha tenido que engañar a un niño enfermo. Agarra unas pastillas de acetaminofen, sabe que no le harán nada. Busca ahora un vaso de agua, le lleva el remedio a la niña. Al verlo, dice:
- No, no. Eso no vomita, no – está a punto de llorar.
- No, Maara, esto no vomita. Esto te va ayudar a dejar de toser y vomitar ¿ok? Tómatelo, es bueno. Sé una niña fuerte
- No, no. Maara vomita. Vomita sí, eso no.
- ¿Quieres vomitar?
- ¡Sí! – Aplaude, Virginia no entiende.
Caminan las dos por el pasillo solitario. ¿Dónde están todos? Sí, el hospital está cerrado ¿Pero qué hay de la gente que estaba adentro? Debió haber quedado encerrada, como ella. Claro, que a la hora que cerraron el hospital, ni tanta gente podía haber. Aún así ¿Dónde están los doctores? ¿Sus compañeros?
Llegan al baño, pone a Maara frente al retrete. La niña la mira desconcertada.
- Maara no pipí. Maara no pupú.
- No, bonita. Es para que vomites ahí.
Maara observa el inodoro. Sigue sin entender.
- Maara vomita.
- Ah no Maara, aquí es donde puedes vomitar. No puedes vomitar en otra parte.
- Maara vomita – insiste la niña mientras señala su boca abierta: hambre.
- ¿Gomitas?
- ¡Sí! – Maara aplaude, al fin la tonta que tenía enfrente entendió.
De vuelta en la sala de emergencias Maara come un chocolate mientras Virginia termina de responder mensajes a Andrea. No ha respondido el mensaje a él, no lo piensa responder aún. Ahora sí tiene algo en qué pensar: Virginia no era Virginia cuando trabajaba, Virginia era médico, y no podía tener problemas emocionales cuando tenía pacientes. Su paciente. Pobre Maara, tenía que encerrarla en el primer piso con los demás infectados. Espera. ¿Por qué? No tiene ganas de vomitar. Maara tenía hambre, y además, ha pasado suficiente tiempo con ella como para observar cambios de comportamiento; Maara no tenía ninguno: saboreaba su chocolate con toda calma y placer. Decidió chequearla una vez más.
- A ver Maara, quiero que te quites el vestido para examinarte una última vez ¿sí?
- Sí – dijo Maara. Parecía habituada al contacto médico, cualquier otro niño hubiese chistado, al menos.
Se quita la ropa. Una mordida en el omóplato, pequeñísima, pero no parece humana. Virginia se la toca y la niña se queja: es reciente.
- ¿Y esto Maara? ¿Qué es?
- Dato
- ¿Gato?
- Sí, dato.
- ¿Dónde?
- Allá – dice señalando la pared. Quién sabe a dónde. Virginia trata de adivinar
- ¿Lago Mall? – La niña niega con la cabeza - ¿Tu casa? – La niña niega con la cabeza – ¿La vereda del lago? – La niña se queda pensando - ¿El paseo del lago?
- ¡Sí! – responde Maara, aplaude ante la inteligencia de la doctora - ¡Sí, sí!
Muy cerca de la infección. Mejor ser prevenidos. Mejor llevarla al piso uno. Además, sería piadosa: no la encerraría con los otros. La metería en un cuarto sola. Salen de la Sala de Emergencias. ¿Y por qué en el piso uno? Podría dejarla aquí, tranquilita. Pero no.
Ruido, suena como si estuvieran moviendo muebles en el primer piso. Un compañero corre, viene desde el camino a las escaleras.
Ruido, suena como si estuvieran moviendo muebles en el primer piso. Un compañero corre, viene desde el camino a las escaleras.
- ¡Devuélvanse!
No lo piensa, entra de nuevo a la sala de emergencias, espera a que su compañero la alcance y cierra la puerta.
- ¿Hay otros doctores afuera? - Su compañero no responde, está recuperando el aliento - ¿Qué pasó?
- Los demás – respira el doctor – salieron del hospital, no sé – respira – por dónde. El piso uno está en caos. Los lemnosos se están mordiendo entre ellos.
- ¿Lemnosos?
- Los infectados de lemna – respira el doctor – están haciendo un desastre, se están mordiendo entre ellos y mordiendo las camas, las puertas. No sé. No me quedé a ver. Están muy alterados. Es muy feo, Virginia. Despertamos al doctor Santeliz para avisarle y subió a tratar de calmarlos. Nos dijo que subiéramos con él, pero eso está muy feo, Virginia, muy feo.
- ¡No! - Responde alterado, está fuera de sí, en pánico. - Sale sangre debajo de las puertas, y ruido, verga...
- ¡No! - Responde alterado, está fuera de sí, en pánico. - Sale sangre debajo de las puertas, y ruido, verga...
Con la mano en la boca y Maara agarrada fuertemente de su bata Virginia piensa. ¿Qué opciones tiene? ¿Subir a ayudar al doctor? No, tiene que cuidar a Maara (o es la perfecta excusa para no tener que enfrentarse a la lemna, de frente y en pleno frenesí). Sí: tienen que salir, y tienen que salir ya. Se dirige a la puerta; el doctor no la deja salir. Ha sellado la puerta doble de la sala de emergencias rápidamente atravesándole un escritorio.
- ¿Estás loca? No abro esa puerta ni a coñazos. ¿Y si se sueltan? ¿Y si el doctor les abre la puerta? ¿Vos nos supiste lo que pasó ayer en Santa Lucía? No chama...
- Ajá, pero y si no salimos es peor – responde alterada Virginia. Su celular suena.
Mira la pantalla verde del aparato. ¿Mensaje recibido? ¿Andrea? No, no conoce el número. Es un mensaje a varios destinatarios: “Por favor, alguien. Estoy en el H. Central. Ayuda. Urgente. Karina”.